jueves, 28 de agosto de 2014

El lenguaje de las palomas

Agamben sostiene que hay una diferencia entre el hombre y el animal. Una distancia lingüística irreductible. Mientras el animal permanece en un nivel semiótico, el hombre practica un uso del lenguaje superador.Lo distintivo entre el hombre y el animal sería comunicativo: el hombre compone mensajes significativos; el animal apenas responde a signos.   La segunda distancia es genética: el lenguaje animal está programado; no hay aprendizaje que medie su adquisición; el hombre, en cambio, aprende a usarlo. Otra vez, Benveniste y sus delfines.

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Palomar plantea que nos ocupamos demasiado de la comunicación humana, pero si nos ocupamos de la zoosemiótica, nos sumergimos en un universo donde hay más preguntas que respuestas.

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Frisch explica que el sistema de comunicación más notable es el de las abejas: "el mensaje que la abeja exploradora y cargada de botín transmite a sus compañeras al regresar a la colmena es un instrumento a base de danzas o bailes rítmicos ejecutados en las paredes verticales de los panales. Dependiendo de la situación y distancia de la fuente de aprovisionamiento, realizará la abeja dos tipos de danza: la danza en círculo y la danza en semicírculo. Si la fuente está dentro de los 100 metros del radio de acción en torno de la colmena, la abeja ejecuta la "danza del círculo", mientras que para distancias más largas, ejecutará la 'danza del semicírculo'".

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Las abejas, cuando cargadas regresen a la colmena, ejecutarán a su vez nuevas danzas, manteniendo así a la colmena en una viva agitación. ¿Para qué? Para nada. Danzan sin semiótica de por medio. Para nada. Son como las palabras que escribimos: pura danza para nada.

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¿Y qué significan esas danzas? ¿Cómo estar tan seguros de que no se dicen algo luego del botín? ¿O efectivamente es una danza para nada, sin semiótica de por medio, y se convierten en pura escritura que baila? ¿Escriben en el panal lo que aún se llama 'literatura' en el mundo de lo humano?

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Dentro de la especie "apis mellifica" se encuentran dos grupos fundamentales de abejas: las negras europeas y las amarillas o abejas italianas. Aunque parezca mentira, las dos razas tienen variantes en sus sitemas de comunicación. Metafóricamente los especialistas aseguran que son variedades dialectales. ¿Por qué metafóricamente?

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Ahora bien, ¿qué pasa si se obtienen híbridos entre ambas razas? Las conclusiones a las que llegan los especialistas confirma la teoría de Von Frisch (1962). Los descendientes con las marcas amarillas ejecutan casi siempre la 'danza de la hoz'. En uno de los experimentos de dicho autor, 16 híbridos de gran parecido con su progenitor italiano utilizaron la danza de la hoz para indicar distancias entre los 10 y 100 metros, en una proporción 65 veces  de 66; en tanto que 15 híbridos que se parecían a su progenitor europeo usaron la danza en círculos para los mismos menesteres, 47, de 49.  Esas tres veces que las abejas escaparon al patrón comunicativo por determinación genética, ¿escribieron? Y nosotros, cuando escribimos, ¿nos convertimos en abejas híbridas?

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Un español asegura que "no está nada claro que no haya algo así como un lenguaje animal y parece, por lo tanto, que no es posible excluir que los animales tengan una cierta inteligencia semejante a la humana. Si esto fuera así, la distinción entre el hombre y el animal no sería esencial, sino gradual". Pienso que leyó a Deleuze para llegar a esta conclusión.

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Pavlov puso a un mono en medio de un lago para que comiese a partir de un sistema con comida dentro de un cubo. Le prendió fuego el barco para ver si el mono se daba cuenta de que podía apagar el fuego usando el balde para sacar el agua del lago y después seguir comiendo. El mono no lo hizo. No queda claro qué pasó con el mono, pero Pavlov descubrió que la vida animal funciona en base a un sistema de señales que se estructura según signos sensibles que condicionan reflejos fisiológicos. Entendió que el mono no tiene una idea general, abstracta, del agua como tal; en el nivel en que se sitúan los antropoides no se produce aún la abstracción de las propiedades específicas de los objetos como para que el mono entendiese que el agua le podía hacer apagar el fuego. ¿Y si al mono le faltó tiempo para aprenderlo? La ciencia de Pavlov no se pregunta eso. Pero concluye que "el hombre es el único capaz de librarse de lo meramente sensitivo". Somos especiales de tan diferentes: los mejores, porque pensamos.

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Según el experimento de Pavlov, el simio no capta las diferencias individuales: "lo característico de la verdadera abstracción es captar lo común sin dejar de ver las diferencias individuales". Ese es el método de lectura de Pavlov de sus experimentos.

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Otras experiencias demuestran, por el contrario, que la capacidad lingüística del simio es mucho más alta de lo que se había supuesto, hasta el punto de que no se la puede distinguir esencialmente de la humana.

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Si bien el lenguaje de un antropoide no es vocal, sí puede aprender a usar diversos signos ópticos, táctiles y visuales correspondientes a palabras. Así, llegan a construir frases por combinación de estos signos: incluso inventan frases complejas para comunicarse, que no han sido enseñadas, para conseguir lo que desean.

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En la selva, los simios  diferencian individualidades por sus distinciones en los timbres de voz. Gritan para saber la distancia en que cada uno está del otro. Pero también para transmitir informaciones útiles sobre el lugar en que se encuentran. ¿Qué se dirán precisamente entre esos gritos? ¿Habrá alguno que solo grite para nada y, de ese modo, escriba como la abeja una danza para nada, aunque esto parezca delirante? Algún día, quizá, lo entendamos.

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Científicos de la universidad de Indiana descubrieron y comprobaron que los loros tienen un sistema de vocalización similar al humano por la capacidad de flexibilidad y articulación de su lengua. La lengua del loro puede moverse como la del humano.

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Además de su sistema parlante, los loros tienen un sistema de comunicación corporal que lo complementa para indicar estados emocionales. Sin embargo, esto no les impide transmitir mensajes lingüísticos para interactuar con el mundo de los humanos. Los loros pueden traducir sus deseos y emociones en palabras que aprenden.

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Sin embargo, dicen, los loros disocian aquello que hablan de lo que piensan. No conectan los dos planos, aseguran. ¿Pero desde cuándo los humanos conectan siempre el habla y el pensamiento?

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No encontré nada sobre el lenguaje de las palomas.

lunes, 10 de marzo de 2014

Una potencia que aparece. Francisco Luis Bernárdez

Cuando dictaba un taller de escritura y de lectura en Leones, una vez, Amanda, una de las lectoras más atentas del curso, planteó la necesidad de volver a esa poesía que le enseñaban cuando era chica, en la escuela, como la de Rubén Darío, Alfonsina Storni o la de Fernández Moreno, por ejemplo. Decía y sonreía. Los comparaba, por alguna razón que nunca comprendí, con Benedetti. Mi excesiva fijación con ciertos poetas del S XIX europeo, de la vanguardia latinoamericana y de los más actuales, tal vez, había provocado en Amanda una reacción que la llevaba a desear que leyéramos esas poesías que le habían enseñado a leer. Para mí no era un desafío demasiado alejado. Todo lo contrario. Aún en plena década de los noventa, muchos de esos poetas que a ella le habían enseñado a leer poesía habían sido los que a nosotros, en el pueblo,  nos habían enseñado a leer. Por eso, intentaba siempre llevar al taller (sic) algo que saliera de ese canon, que produjera una leve disonancia con esos parámetros estéticos a los que, presuponía, estaban acostumbrados. La reacción de Amanda no era una excepción, un caso, sino una petición grupal escondida. Porque entre quienes asistían al taller, los versos modernistas y románticos eran los que generaban comunidad sensible. De modo que comprendí que aquéllo era un reclamo grupal. Al principio, me concentré en argumentar todas las objeciones para esos carriles de lectura que el grupo parecía exigir, pero, finalmente, cedí cuando comprendí que ellos habían elegido, a pesar de mi pequeño intento de contracanonizar lo que en esas tierras era lo corriente, habían elegido volver y quedarse con lo conocido. Había sido vencido, ¿y quién era yo, al fin de cuentas, para imponerles una sensibilidad?

Sin embargo, algo muy particular llamó mi atención. Un escritor como Francisco Luis Bernárdez era prácticamente desconocido para sus cánones escolares. Decidí, entonces, probar con él. Compilé una serie de sonetos y otros poemas modernistas, otros más ultraístas, y lo llevé. Algo que me parecía fascinante: que lejos de la programática castradora y cerrada de una escritura, en Bernárdez, aparecían diversas modulaciones de la escritura poética, aunque siempre, siempre, con algo que se repetía en esas diferencias, y que nunca supe muy bien qué era, pero que me encantaba. Ahí encontramos un punto de contacto con el grupo del taller. Algo que había en Bernárdez que nos convencía tanto a ellos como a mí de una potencia interesante para leer. 

Francisco Luis Bernárdez, tal vez atravesó más de una circunstancia desfavorable como para que no circule con facilidad dentro del canon escolarizado de poesía, a pesar de tener todas las condiciones para hacerlo: una simpleza conceptual, una moral del sufridismo  y una "poética" en apariencia, "convencional". Recuerdo que casi ningún manual, hasta entonces, al menos, llevaba sus poemas. De alguna manera, creo que esas condiciones desafortunadas, son las mismas que determinaron su poca atención en la academia y en la poesía  nacional, a pesar de que muchos de sus versos, incluso hoy, se vendan como regalos en millones de tarjetitas populares en las que sigue circulando y que, cuando nos encontramos con ellos, aún hoy nos conmuevan. Pienso en dos circunstancias concretas que lo condenaron:  asumir su catolicismo y haber sido un diplomático del poder de turno. Y ahora, intuyo que esa popularidad mercantil de su circulación debe considerarse una tercera circunstancia desfavorable.  Es cierto que esas tres condiciones vitales se han vuelto para ciertas morales sensibles y distinguidas, indigeribles. Lo cierto es que, de todos modos, la escritura de Francisco Luis Bernárdez reaparece en diversos lugares para recordarnos su potencia. 

La última vez que se me presentó fue en una librería de usados en calle Santiago y Urquiza, en una edición original de 1947 por Losada de su libro Las estrellas. Lo llevé a casa y comencé a leerlo. Lo que escribo ahora es producto de ese rencuentro. 

Barthes sostuvo alguna vez que la alegoría es un lugar donde circula el poder, lo que generó que ese recurso retórico cayera en desgracia hasta nuestros días, reemplazado, por la alusión epifánica o por un materialismo de lo real. Quizá por sus circunstancias vitales, la alegóresis -y muchas veces también el símbolo- sean los recursos predilectos de Bernárdez. Pero, lejos de generar una moralización funcional al poder, que en muchos de sus poemas pareciera conceptualmente clara, siempre hay algo en su escritura -sobre todo en los sonetos y en ese invento estrófico compuesto por versos de 22 sílabas que traspasa el límite de la percepción del verso como prosa que algunos manuales prescriben-, siempre hay una especie de fuerza que nos arrastra, irrefrenablemente. 

Hay algo más allá de las analogías alegóricas que tensiona la metafísica del catolicismo ortodoxo; una especie de economía de las cosas y de lo vivido que le da una potencia irracional a su voz. Se trata de la incesante apelación a una inmaterialidad que se hace materia y visceversa. Una voz que se orquesta en esa tensión sin resolverse y que no es meramente metafísica o cristiana, sino que reenvía al reciclaje de la vida bajo la apariencia de un esquema alegórico y divino.  

Y así surge un pathos, podríamos decir en el intento por hacer comprensible lo que no se puede, que se hace voz propia y extrema por la cual sale una Bestia conmovedora que trota y lucha en el lenguaje de los poemas y que nos arrastra hasta cazarnos. Y esto, incluso, en sus pobrísimos poemas laudatorios. Es un poder irreductible a cualquier moral prescriptible de lo literario, pero también a cualquier ética de lo humano o de lo social y político, que abre la posibilidad de hacer de la poesía una apertura siempre más allá de su más acá en sí misma. Algo por lo cual llegamos a convencernos de que todo es posible en poesía y, por lo mismo, así, obtura cualquier posibilidad de racionalizar lo que allí sucede y nos atrae. 

Me parece que ese pathos donde se juega la voz entre lo material y lo inmaterial, es lo que determina que la circulación de Bernárdez siga produciéndose, aún hoy, en la misma tensión: popularmente editado por la empresa de tarjetería, inédito en  el mercado de poesía local del presente, desconocido en el canon escolar, pero aún sobreviviente en los libros que quedan por allí desperdigados y con los que seguimos encontrándonos. En definitiva, una potencia que, cada tanto, aparece. 

miércoles, 29 de enero de 2014

El Sur XIII

Los pingüinos se entierran en los nidos. Otros van y vienen desde y hacia el mar. Son puntos negros en la arena. Nos dijeron que te arrancan los pedazos si hay tormenta eléctrica. Que te cuides de atrás, las piernas sobre todo. No pueden ser así. Salvo que, alguna vez, los rayos sobre el mar, encendidos y caóticos, les saquen una bestia incontrolable que les de tanto hambre como para tragarse el mundo. 

EL SUR XII

Élida se sentó a cenar frente a mí. Nos trajeron un verdadero asco gourmet: posta de pescado con puré de manzanas y pasas de uva. Comida de distinguidos. Élida cuenta que cursó bellas artes en Humanidades, que conoció a Nicolás Rosa y que nunca rindió Crítica II porque en su lugar quedó una loca que la hizo parir. Por eso, dejó letras y terminó bellas artes. No digo nada porque no me deja decir algo.  Entonces, sucede. cristina se pone de pie y se sienta en la mesa. A un costado. élida se prende fuego. Acota: -Esta vieja de mierda, me sigue a todos lados donde voy y no para de hablar; es peor que yo; me voy a tener que ir porque si no, la trompeo; hoy, en Puerto Pirámides , me levanté de la mesa y me fui a ver el mar porque esta vieja zorra también se sentó en la mesa; y yo sé que se burla todo el tiempo de mí. No te vayas, le digo. La necesitaba, necesitaba aislarme en su charlatanería para procesar lo que había visto en el cerro, aunque Fabián y la pendeja me dicen que pare de decir pavadas y de deformar las cosas. Sé lo que vi.

miércoles, 22 de enero de 2014

El Sur XI

El golfo, dicen, tiene la forma de una C; pero desde acá no se ve. Nos alejamos de la manada y nos perdimos entre las sierras. Trepamos. El suelo se descascara y caen arenillas tras nosotros. En realidad, no sé si es un suelo. Es un cúmulo de algo raro: caracoles, arena, minerales que se amontonan y semisolidifican. ¿Y si la montaña se desintegra y nos hundimos en una sopa de mar? Hay varias cuevas enormes que se abren en paredes de esponja. ¿Serán los pasajes secretos de los Gay-man? Nos metemos en algunas, sacamos fotos, las recorremos; pero no. En una, hay un sillón diminuto, basura y unos barrotes que tapan el paso. Restos de un pasado que insiste. Y que no puede ser de ellos porque no son así de chiquitos como esos muebles. ¿O será una aberración más lo de los patagones y pretenderemos encontrar, todavía doscientos años después, el oro de los césares? 
Desisto de buscarlos y vuelvo a escalar, a desandar caminitos perdidos y matas de arbustos. Las gaviotas gravitan alrededor. Más allá veo a una de las pibitas del cole que camina lejos, lejísimo y nos hace señas incomprensibles. Creo que nos saluda. Entonces, aparece enfrente una Wachi rosada que nos mira. Coquetea y se aleja, primero por intervalos, hasta que, después, vuela altísimo y ya no está más. Pienso en mi Wachi, allá, con su abuela, extrañándonos como loca y acto seguido me pierdo en el mar, para olvidar la angustia y recordar que también deseo conocer el Sur.
El mar se abre infinito desde la altura. Puerto Pirámide queda diminuto, encerrado en la meseta escalonada que cae en el agua. Y, entonces, cuando todo parece tranquilidad y color, nos damos cuenta de que si queremos volver, hay millones de caminitos de regreso y no va a ser fácil. Decidimos regresar. Oigo ruido de sonajeros entre los arbustos. Sé qué es, pero no quiero decirlo para que no se vuelva real. Camino. El sol quema. Hay senderos que se abren como racimos por todos lados, multiplicados en círculos y bifurcaciones incesantes. Avanzamos sin avanzar porque volvemos al mismo punto. Vuelve la Wachi y se posa en el mismo lugar donde la vimos partir. Nos mira con gozo. Fabián está agotado.  ¿Y la piba que vimos allá, alto? ¿Cómo va a volver? ¿Andaba perdida, allá, y por eso nos hacía señas como una marioneta desenfocada?¿Si nos perdemos los tres y nadie nota la ausencia?
En ese momento, veo una especie de riacho seco que desciende. Agarro por él, pero me deja en la ladera este de la playa, en un precipicio de más de cien metros, que cae en el mar. Es la última alternativa. Si no encuentro el camino, me tiro por él y vuelvo a nados. Avanzo un poco más en línea recta. Encuentro otro riacho y decido seguirlo. Pero al mirar atrás, para decirle que me siga, Fabián no está más. Me desespero. Quiero bajar de ahí urgente. Pero no hay caso. Puerto Pirámides sigue allá, lejos, y abajo. No parece que hubiese emprendido el descenso hace más de media hora. Ni ahí. Lejísimo, miren, se ve una remera blanca en movimiento. Es la piba que reaparece. Viene por detrás. No estoy solo en esta catástrofe, al menos.
El riacho desemboca en una especie de hueco enorme en medio del cerro. Es imponente. Pedacitos de roca bajan en cascadas que mueve el viento y se acumulan en los costados. Forman una laguna de piedritas. Subo por el lado norte y, así, veo, a unos cuantos metros, una escalinata que baja a la playa del pueblo. Respiro; pero cuando me doy vuelta alcanzo a entender dónde me había dejado el río seco: en el medio de una de las huellas gigantes de los Gay-man. Desde el dedo gordo entra Fabián. La piba sale por el meñique. Los dos se quedan, como yo, absortos en el centro de la escena.

martes, 21 de enero de 2014

El Sur X


Mientras el mar choca una vez más en la costa y el dolor de cabeza se disipa con un ibuprofeno que acabo de tomar, recuerdo las palabras que latiguean como flashes. Los discursos de los guías siempre me parecen infumables. Por hipócritas, neutrales y porque no se hacen cargo de su posición que, sin embargo, aparece detrás de cada palabrita que nos llega. Y la hija de ñandú desplumado esta me hizo doler la cabeza. No vamos a hablar de política, ni de fútbol, ni de religión, empieza; pero después desenrolla la bestia que permanece oculta, controlada, debajo de su cantito. Lo peor es que hablan desde una posición piramidal: la del saber. Nosotros somos los extranjeros en un mundo que solo ellos conocen. A eso lo dejan clarito y, acto seguido, nos anulan como interlocutores válidos. 
Con su voz disfónica y simpática, la guía larga su latita de conserva en los oídos. Cuenta sobre familias y señores que parecen dueños depositarios del respeto universal por el solo hecho de ser poseedores, o haber fundado una fábrica, un hotel, un acueducto. Son las genealogías de distinguidos que se esgrimen enseguida, siempre. Y, luego, lo peor: defiende cualquiera de sus negocios. Que el cianuro, que el petróleo, que el dióxido de carbono contaminan son pavadas que los ecoterroristas nos metieron en la cabeza. Y sonríe bonachona como guasón. Es un personajón simpático la mujer. Y lo peor es que los demás piratas que vamos en esta caravana de arena y viento nos quedamos mudos, sin reacción. Hasta que compara la biodegradación del cianuro con la del detergente para demostrarnos que el cianuro se descompone antes y, por ende, quiere hacernos creer que es menos peligroso. Ahí se oyen los primeros murmullos.
-¿Por qué no se lava las manos con detergente durante una hora y después se las lava con cianuro la misma cantidad de tiempo y entonces, ahí vemos qué biodegradación produce menor impacto? Capaz que así comprobamos el cianuro es mejor que el detergente y todo lo que se dice es una pavada.
Acotamos y hace silencio. Mi cara está deforme de violencia y no quiero arruinar las vacaciones de nadie. Me contengo. No digo nada más. Entonces, Élida toma el habla:
-Pero en San Juan hay niños que mueren de cáncer. ¿Acá no? 
La guía niega sistemáticamente todo. Asegura que las minas y las fábricas usan y no consumen el agua con sus residuos; por ende, todo queda dentro de un circuito cerrado y no puede haber contaminación. Evita, lo sabemos, hablar de las filtraciones y de los desechos que no quedan en circuito cerrado alguno.Pero ya, ante tanta convicción para sostener un progreso en medio de la meseta desértica, nos apabulla y no la puedo oír más, ni tengo fuerzas. 
Ahora, mientras miro el azul intenso del océano, esas palabras quedan reducidas a un oleaje incesante del poder. Deleuze diría que es un chorreo sobre el cuerpo social. Sin embargo, esa olita no es la única, sobre todo porque los demás piratas, ni bien se bajaron, comenzaron a comentar que había dicho cualquier cosa y que no podían creer lo que habían escuchado. Me tranquilizo: una posición de poder discursiva, nunca, pero nunca, es efectiva completamente.

viernes, 10 de enero de 2014

El Sur IX

La guía de Madryn enseña a volar en las ráfagas de viento. Es chistosa; aunque esto de volar resulte metafórico: se trata de hacer que el viento nos sostenga aunque nos tiremos hacia atrás. Los guías tienen que hacer soportable el viento incesante para el turismo y hacen estas cosas. Parecemos todos pingüinos estúpidos tratando de imitarla. Me retiro. Su tonito de bonachona simpática y falsa me hace intuir lo peor. 

La marea turqueza llega casi a la altura de los edificios. Como si el mar estuviera dispuesto a tragarnos. Pero no reparamos en este detalle. De la nada, Élida -la Bufón- se acerca. Desenrolla sus rencores paranoicos. Dice que sabe que acá hay gente que no la soporta, que Cristina -Naricitas- es malísima porque la ridiculizó ayer en la casa del té, que ella no es tonta y que sabe que es porque no aguantan que  hable con los jóvenes, que Cristina es una vieja verde celosa, que ella es terapista ocupacional y sabe leer el lenguaje de los cuerpos, las actitudes, los gestos y que, en este viaje, somos pocos los que valemos la pena, que nunca se agarró de los pelos con nadie, pero que está a punto de hacerlo, porque si la buscan va a terminar revolcada con alguien en breve y Cristina se compró todos los números. 
Me asusta Élida. Hay algo de imprevisible en ella que puede despertar la peor de las  bestias. Le doy una palmada en la espalda. No sé qué hacer ni qué decir. Si calmarla o ayudarla a que su bestia sea de una vez. 


El SUR VIII

Los Gay-Man brillaron por su ausencia. Ni a ellos, ni a los patagones más comunes, a ninguno, pudimos ver. Pero quizá mañana cuando el sol nos encandile sobre el mar, ellos se vuelvan aún más consistentes y reales. Y existan. 

domingo, 5 de enero de 2014

Gay-Man

Después de acomodarnos en el hotel, salimos en manada hacia Gay-man. Y pareciera que vamos camino a la perfección. Supongo que habrá chongos estridentes bajo el sol estepario. La guía recuerda los diarios de viaje de Pigafetta. Ahí, si mal no recuerdo, los patagones eran casi seres fantásticos. Supongo que acá habrá frondosos patagones  que nos harán dioses del deseo: los gaymanes. Maricel señala que el nombre de los Patagones proviene de un chascarrillo del diarista de Magallanes: durante el viaje alrededor de la tierra, los marineros, parece, pasaban las noches y los días leyendo una historia popular sobre el gigante Patagós. Por eso, cuando llegaron a las costas y se toparon con los hombres altísimos y enormes de la estepa, les pusieron patagones. La literatura es siempre una forma de aberración: deforma y atropella las ópticas a través de un uso perverso de todo aquello con lo cual se topa. 
Cuando llegamos, Gay-man se convirtió en un vergel en medio del desierto. Idílico. Buscamos a los chongos con sus nalgas y espaldas esplendorosas; pero no hay ni señales de ellos. Ni siquiera gente en las calles. ¿Cómo se ocultarán los patagones siendo gigantes y bellos? ¿Estarán raptados y esclavizados para ejercer las artes de sodoma en las casas de los aldeanos y aldeanas? Cruzamos el río Chubut, caminamos por la plaza, por el centro, por granjas de alfalfas, zapallos, sandías, duraznos. Y ni señales. 
En un momento, entramos en una casa donde sirven el té según la costumbre del pueblo galés que colonizó la zona. Parece que ahí estuvo Lady Di y, si esto es así, los Gay-man tienen que estar cerca, inmantados por las princesitas y coronas como son. Pero en el salón, tampoco están. Había unas mesitas servidas bien al modo inglés con unas teteritas tejidas con lanas rosas y flores. En nuestra mesa, se sientan la Bull-dog, Naricitas, la Bufón y dos Carmelitas canosas. Desde el inicio del viaje, la Bufón se ha convertido en el centro de atención de lxs piratas.  Recorre y charla en los pasillos con todxs.  Cuenta cosas inentendibles y, muchas veces, frena el ascenso de la compañía a la carreta, razón por la cual, ya hay varixs furiosxs. A nosotros nos hace reír. 
Aparecen unas mozas que nos sirven el té. No somos la realeza, pero nos quieren hacer creer eso. Todavía ni señales de los Gay-man. La Bufón, en un momento, empieza a agarrar las sobras de la merienda (tortas, sandwiches, tartas) y las envuelve en unas servilletitas de papel. Dice que me las ponga en la mochila, que el guía dijo que nos podemos llevar lo que queramos. Naricitas se pone colorada, larga unos peros, unos detrás de otros, y se tienta de una manera salvaje ante los nervios que la situación le genera. No puede tolerar que su mesa pase por un apuro semejante ante el salón de la realeza británica. Tiene vergüenza. Le dice que a los restos los envuelven las mozas, que ella no tiene que hacer eso, mientras la Bufón deposita los envoltorios todos amontonados en un costado de la mesa. Todxs comienzan a reírse sin freno. Y nosotrxs no podemos contenernos. La Bufón se da cuenta del error y de que Naricitas aprovechó la oportunidad para ridiculizarla, diciendo cosas horribles por lo bajo a todxs. La Bufón trata de disimular con palabras de disculpa. Le digo que no se preocupe, que no pasa nada, que se quede tranquila. Las demás no dejan, no frenan la risa y ella queda estigmatizada ante el grupo como una reverenda vieja loca. Se aparta de la mesa y se sienta en medio del salón. Sola. Se ha marginado porque las risas la marginaron. Pido permiso y me retiro de la escena. Esto es, sospecho, apenas el inicio de las consecuencias de transitar con toda la civilización a cuestas en el medio del desierto. Si por lo menos, nos cruzáramos con los Gay-man, quizá estas rencillas sociales pasarían desapercibidas. O hasta quizá, ellos, absolutos imanes del deseo, las transformarían en puro amor. 

Una excursión al Sur VI

Si los planteos de los románticos, hoy, tuvieran alguna remota vigencia, la cosa sería así. De haber nacido en este lugar, mi cuerpo ejecutaría dos destinos: o me suicidaría o sería un surfer que quiere perderse en el mar, adictivamente. Los dos destinos son contradictorios entre sí, pero igualmente sostenidos por un principio de evasión. Puerto Madryn aparece, allá, enfrente, debajo del último escalón de la meseta. Lo miro a Fabián y le pregunto: -¿Dónde está la civilización? Y él me dice: -Es esa. Y no aguanto más: lloro como una loca. 

sábado, 4 de enero de 2014

EL SUR V

En la YPF, las cacatúas (así les pusimos a un grupo con lentes y conjuntos chillones) critican al pirata sin pierna porque durmió toda la noche con el muñón desnudo. Una de ellas, la más grande, ante tal exhibición demente, no pudo pegar un ojo. Creo que ya se definió el primer sacrificado por la caravana burguesa si acontece el desastre. Raro que no lo hayan tirado del carruaje la noche anterior para apagar las llamas. Es que, supongo, temieron que las muletas de madera aviven el fuego. Si hubiera sido así, lo hubiesen vitoreado, primero la mujer en la puerta, con el pañuelito secándose las lágrimas y tomada de sus rodillas; luego, los demás, que le hubiesen propinado una palmada en la espalda y todos juntos, desde la puerta, le hubieran dado un empujón, para después pasar sobre él y llegar donde no había peligro. No ocurrió así, pero la imagen de la mujer, pasando sobre él, y besándolo en la nuca, mientras le grita en llantos "mi amor, nunca voy a olvidar esto que hiciste por nosotros" persiste. De alguna manera insana habrá sido  y será uno de mis peores recuerdos. Cuando sea viejo, quizá, repita mientras agonizo y en voz alta esta escena.  Y contaré que ese hombre, de héroe, pasó a ser alguien intolerable que, en definitiva, se merecía ese destino por descarte. Durante todo el viaje no repetimos otra cosa. Me corrijo: para algunas ya era lo intolerable antes del sacrificio. Quizá eso también lo pueda recordar. 

El Sur IV

Mansilla soñaba despierto en la Pampa. Nosotros despertamos en un sueño de la Patagonia. Y antes de que amanezca, ya estás con los ojos abiertos. El sol comienza a ascender apenas como un corpúsculo de luz en la línea lejana de la estepa. Los ojos ven lo inmenso y lo procesan. Es cierto. No hay verde o hay demasiado poco. Cúmulos de ripio, arena y espinillos y arbustos grises, marrones, naranjas. Y nada más. Nada. La nada, en realidad. Es otro tiempo que fluye fuera del colectivo: molinos secos, alambrados, postes de luz. Pura soledad que te despierta de la llanura que sueña con la civilización. ¿Esto es el Sur? Los panoramas gravitan vacíos sobre el infinito y en ellos, descubrimos, despertamos todos juntos tan desconocidos como eso que llega del otro lado de la ruta. 

viernes, 3 de enero de 2014

El Sur III

El colectivo va inmantado al Sur. La cruz del Sur, arriba, adquiere una orientación extraña. Nunca vista. Está recta. Su extremo largo coincide con nosotros. Y allá, adelante, de golpe, emergen llamas. No es una ilusión óptica. No es el miedo tampoco y aún vigente de traspasar una frontera  donde matamos una parte de nosotros por un beneficio civilizatorio. No. La frontera, cruzarla, mejor dicho, es aún en pleno S XXI, la inminencia de un desastre. Un malón o una matanza (del desierto) fantasmal que desencadena llamaradas gigantes sobre las banquinas. Y que nos quieren devorar. En realidad, no, ahora, visto mejor, en medio del caos, no sabemos cómo pero el fuego corta en zigzag la ruta. Y no respeta banquina alguna. Nada de banquinas. Las llamas nos cercan. Y no hay nadie. Pero nadie. Solo fuego que corta el camino y se come los árboles, los pastizales, los corrales, los alambres, el cemento, las demarcaciones. Nos come a nosotros. Nos quiere comer, mientras el colectivo intenta avanzar, lentísimo, a través de ellas. Las ruedas crujen y los vidrios se calientan y se tapan de cenizas. Creo o imagino -ya no sé- que las ruedas se desintegran y vuelan y dejan empañadas de gris las ventanillas. Se oyen los primeros gritos en el interior de la carreta. Hace calor. Mucho. Y ahora se frena, no avanza. Quedamos rodeados, en medio de las llamas. ¿Y si el Sur es, en verdad, el fin del mundo? ¿Quién dijo que un viaje turístico anula la aventura, el riesgo o el peligro? Rodeados, sí, no solo por la colección de piratas aberrantes, sino por las llamas, ¿quién puede sostener esto? Por más confort, cambios o mutaciones, esto no difiere demasiado, no, ni de esas carretas europeas y burguesas llenas del peligro de la hipocresía social, ni tampoco, menos aún, de esas caletas que atravesaban el llamado desierto bárbaro que intimidaba a cualquiera que se quisiera civilizado. Esto es el mismo desastre. El guía pide que nos quedemos en el coche, asustadísimo. Y saca un matafuegos de un costado y una colcha de uno de los boxes. Se pone con los choferes, en plena ruta, a trapear y a enfriar las llamas que nos cuecen al espiedo. Apagan, como pueden, un pequeño sendero  y se meten a la cabina de nuevo. Las señoras gritan. Exigen explicaciones. Llaman a la policía desde sus celulares. Algunas entran en un ataque de nervios porque no tienen señal y repiten, con la voz en alto y como autómatas, que nadie las atiende . Otras se abrazan entre ellas en sus asientos. Lloran. Nosotros miramos, oímos, sudamos y esperamos (no queda otra que la espera hasta el momento oportuno para actuar). Pero el colectivo arranca otra vez. Se oyen insultos. Los hombres dicen que quieren bajar a abrir camino, así el colectivo pasa con más comodidad, sin riesgo de que vuele por los aires con el combustible hirviendo. Porque debe estar hirviendo ya. Como nosotros adentro. Y entonces, no sé cómo, logramos pasar en medio de unas llamas gigantes. Lentísimo. Pero pasamos. 
Las quejas no tardan. ¿Cómo y por qué los choferes y el guía no llamaron a los bomberos antes de tirarnos, así, como leones, a los círculos infernales del fuego en el camino?
Temo más por nuestras vidas ante esos levísimos comentarios postcrisis, que ante las llamas que van quedando atrás como un resplandor arborescente y naranja en la noche sin luna. 

El Sur II.

La aberración aparece. Desde el inicio, todo viaje revela sus peligros. Cuando bajamos a una YPF, en Pique, quedé atemorizado definitivamente: al mirar descender a la compañía de marineros, tomamos consciencia (Fabián y yo) de que éramos parte de una colección de piratas aberrantes. Había, incluso, quienes no tenían íntegros todos los miembros del cuerpo, y hasta unas especies de mamuts peludos. Incluso, llegamos a la conclusión de que Viviana Canosa se había camuflado de jubilada y estaba entre nosotros. Viene, mírenla, caminando por la pasarelita del minimarket con crocs y joggings tan estridentes como su pelo. Silenciosa. Al ver, así, semejante colección de aberraciones (de las que somos parte), no sé por qué, de repente, fue un click: toda la escena era una reactualización del viaje de Bola de Sebo, ese cuento tan bestial de Maupassant. Estaba, claro, la carreta modernizada y sin tracción a sangre, aunque con una cantidad de personas mayor -y hasta había más de una bola de sebo que sería el señuelo para la cacería o el sacrificio burgués del viaje. ¿Dónde estábamos nosotros? ¿Qué sucedería si el peligro se hacía real? ¿Seríamos los sacrificados por la colección de piratas aberrantes? Si me dan a elegir, prefiero ser el verdugo. Siempre. Pero los roles, en viaje, nunca se eligen. 

El Sur I.

En algún momento, el verde, dice la voz, se termina. Ni las bandurrias. Negras, feas, feísimas, en el vacío del paisaje, flotantes y estiradas. Ni ellas. Nadie. Habrá cortado eso que viene desde la ventanilla. Me enchufé el mp3. Porque ni loco aguanto a Peteco Carabajal revoleando el poncho durante veinte o más horas de viaje. Las otras voces, de la compañía de viajeros, chirrían como hienas atrás.  Agudas. Acá oigo algo en un idioma que no alcanzo a entender bien. Pero suena con una potencia que desborda. Un flash. Bailaría. En realidad, bailo como las bandurrias, aunque como un elefante volador y sin tutú, allá, en el reflejo delante de la soja que no termina nunca; que se adueñó de la tierra y a la que, solo cada tanto, una laguna desaparece y le afantasma los surcos. Anoté las palabras de la voz. Eran -o parecen- prescindibles. Se las repito, así su poder nos llega a todos en el inicio del viaje y no les hacemos caso: 

1-El colectivo no va a pasarse de los 90 km/h. 
2-Hay muchos jóvenes en el colectivo (aunque pocos chongos). 
3-A la noche, habrá whisky para dormir (me saboreo). 
4-Hay cosas buenas y cosas malas en la ruta (qué será qué en cada caso, se me presenta desde ya como indiscernible). 
5-Soy muy rompequinotos con el tema de los horarios  porque respeto al prójimo y nosotros somos un grupo. De hoy en adelante vamos a ser una pequeña gran familia (entro en pánico).
6-Soy jodido en algunas cosas y muy muy accesible en otras (¡cuack!). 
7-Somos todos marineros que vamos a disfrutar. Y ustedes podrán tener el mejor capitán, pero si lo marineros no responden... (-¡Se hunde el barco! -Agrega una docente jubilada con énfasis). 
8-El baño es químico: sí pipí, no popó. Si no cierran con llave, van a quedar como dijo Susana: como vaquita mirando al frente. Si no conseguimos estación de servicio para parar, disponemos de 160 mil millones de hectáreas de baño natural.  En tal caso, nos bajamos todos, los sesenta, rodeamos al que deba hacer sus necesidades y le hacemos palmas hasta que termine.
9-Muchos creen que el Sur es Puerto Madryn y Bariloche, pero ustedes van a ser los únicos que sabrán que hay 2000 km más. Tienen poder: son privilegiados (hemos pagado). 
10- A veces, nosotros pararemos donde podamos. Pero en el Sur, la cosa puede complicarse. De todos modos, nos haremos buenos amigos de las estaciones de servicio. 

Después sigue hablando dos horas más (y no es exageración); pero yo me abstraigo. No quiero oír más. Que el Sur haga de mí lo que quiera y que este huevón, si me equivoco, me rete; pero que, ante todo, me deje equivocar: detesto las precauciones que llevan a lo seguro.