jueves, 28 de marzo de 2013

Los sonidos de la selva




I


Odio sacar fotos de paisajes naturales. Si llegamos a las Cataratas no cuenten conmigo para la tarea. Eso les respondo a los chicos cuando les comento que este paisaje, en movimiento, me resulta raro y que no, no quiero sacarle una foto. Digamos: es como si alrededor de los campos, torcidos y cruzados por ríos o arroyos, crecieran montes de espinillos apelmazados. Y la sensación de las cuchillas corta espejos y reflejos que pasan con velocidad por las ventanillas. Todo eso, en realidad, en un momento fugaz del viaje. Por eso odio sacar fotos de paisajes. La foto descarta la sucesión, la aceleración, los sonidos del motor, las vibraciones de la ruta, el aire caliente, seco y con olor que se filtra por los costados. Y las filmaciones también son detestables. Sobre todo cuando una sucesión de paisajes aparece y desaparece en instantes. Inaprensibles. Y eso es lo que disfruto, en todo caso. Que el paisaje sea solo un parpadeo que desaparezca y  quede como una obsesión persistente en la pantalla del cerebro. Ahí se proyectará desde entonces, o se olvidará o, en todo caso, reaparecerá como una pasadilla recurrente. Un fantasma tal vez. O ni siquiera eso. Algo que persiste en su huida.


También odio las fotos de personas. Siempre que alguien me pide que le saque una foto, me pierdo en un detalle superfluo o en el panaroma que se recorta detrás o en un objeto extraño o en un recorte del plano. Entonces, las figuras humanas terminan empequeñecidas o amputadas (sin brazos, piernas o cabezas -algunos quedaron sin torso-). Por eso nunca conformo a nadie.


Sin embargo, sucede algo contradictorio. Generalmente cuando veo un paisaje en una foto, me agrada más la filmación que el vivo y directo. Porque en el contacto pierdo los detalles panorámicos, o se recorta demasiado la visión. Pero sobre todo, pasa que me enfrenta con la soledad del punto de vista propio. Desaparece ese otro punto de vista, el del fotógrafo, que revela algo que nosotros no hubiéramos visto, limitados como estamos al pequeño cuadro de nuestros dos ojitos solitarios.


Tres gorriones se levantaron de la ruta en un triángulo volátil. Ondularon desde el suelo sobre el parabrisas y, justo ahí, alcé los ojos del e-reader. Casi me infarto. Los pajaritos, delante de los montes que taparon el camino, parecían venirse encima de golpe, casi chocar, abrir y aniquilarse contra los vidrios. En la cabeza explotó el plop del golpe, vi la mancha de sangre y el cuerpo cayendo grávido. Me duele el pecho todavía. El susto fue real, a pesar de que los pajaritos, apenas a tres milímetros del auto, aletearon y aletearon con todo y desaparecieron de repente. Para mí es como si hubieran muerto. Les dije a los chicos que se bajen a limpiar el auto. Y entonces, quienes me miraron asustados fueron ellos.


Cuando llegue a las Cataratas sabré si gana el paisaje o la fotografía. Ahora llegamos al primer descanso. Un hotel a mitad de camino, en Paso de Los libres. 150 pesos la noche para los cuatro. Yo pensé, les juro, que no iba a haber cama. Pero sí, las hay. Son las 21 hs, y aunque llegamos al hotel y hay camas en el hotel, no sabemos si queremos dormir. Y dejo que las fotos expliquen por qué:















































II


Recuérdenme que nunca más venga en auto a las Cataratas. Y menos si estoy en medio de un típico tratamiento por sobrepeso -de esos crónicos a los cuales cada tanto me acostumbro. Las distancias entre poblados (no digo "urbanos" ni "civilizados", porque no sé si podría contar uno solo) es inmensa.  Y así, conseguir lo que prescribe el menú del día, se vuelve imposible. Estoy muerto de hambre. Me la paso a caldo light y ensaladas desde ayer. Hoy decidieron parar en una parrilla insípida al costado de la ruta. No voy a comer carnes. Así que me quedo encerrado en el auto, tomo dos vasos de caldo cero calorías, como un pan árabe con salvado marca Fargo y dos flancitos Ser. En total, calculo unas  320 calorías. Para un plato de comida está bien de acuerdo al plan nutricional. Pero conseguir lo necesario se volvió difícil y cada vez más a medida que avanzamos. Y eso que me traje varios repuestos light o 0 calorías para el trayecto. Ahora los racionalizo por debajo de lo necesario, no sea que en Puerto Iguazú haya nada. Eso creo. A este ritmo en el cual lo necesario se hace cada vez más escaso para la dieta, imagino que allá debe haber solo saltos de agua. Muero de hambre. No sé cómo voy a regresar, digamos, con qué energía, apagada como está. Pero ni loco como lo que no debo. Me costó un mes bajar 10 kilos, a pura cinta y racionalización y restricción de alimentos. Demasiado esfuerzo y cabeza puesta para que tenga un rebote de 5 kilos en un solo día como suele pasar cuando transgredís el plan. Es simple lo que tenés que hacer: descargás la receta de internet y comés lo que te dice. De ese modo, bajarás de peso a razón de 2 kilos semanales. Si sucede lo que ahora, en medio de estas subidas y bajadas y curvas; es decir, que no tenés a mano lo que debés comer, podés calcular una ración de  300 calorías por almuerzo y otras 300 por cena, unas 150 por desayuno y lo mismo para la merienda y no más de 100  para cada uno de las dos colaciones. 1000 calorías en total: un cuerpo hipotiroideo siempre está condenado a comer menos que el resto. No parece, pero si no comés lo que plantea el menú, es bastante difícil encontrar el equivalente en calorías para cada comida sin pasar hambre. El caldo, por suerte, ayuda. Infla el estómago y da sensación de saciedad. Pero solo ayuda.



Anoche tardamos más de dos horas en hacer 60 km. La ruta, les juro, parecía agujereada por meteoritos. Ni siquiera el camino de Leones  a Noetinger en su peor momento había estado así. Creemos que no es imaginación. Si uno quiere ver una lluvia de meteoritos, tiene que venir a la 127 de Entre Ríos, antes del empalme con la 14. Ahí, estoy seguro, caen todos los meteoritos de la tierra. Sus huellas están en el asfalto. Encima, cuando llegamos al cruce, nos encontramos con la construcción de una autopista. Dimos tantas vueltas, que nos perdimos e hicimos 30 km en la dirección opuesta. Lxs tontxs y re tontxs veíamos que el GPS se comportaba extraño. Sí, porque antes del cruce marcaba que restaban 100 km para Iguazú y cuando cruzamos marcó el doble al ratito. Y señalaba un giro que en la web de ruta 0 no estaba. De todos modos, todos lxs re tontxs al unísono nos convencimos de que el GPS  señalaba un camino nuevo y alternativo y que ni bien lo transgrediéramos -eso nos parecía maravilloso-, volvería a marcar los 100 km. Pero no. Dimos con un cartel que indicaba que Concordia era el próximo destino. Ahí encendí todas las lucecitas de alerta. Ser copiloto en un viaje largo es desgastante. Los nervios de punta, allá, en el camino incierto y agujereado, a los gritos. Porque uno se hace cargo de la dirección del trayecto y, por tanto, de hacer llegar al grupo donde debe. Hacia Concordia no teníamos que ir. Eso era clarísimo en ruta 0. Me agarró un ataque. Le hice dar un volantazo al conductor en plena autopista y desandamos el camino. Ahora estamos en San José. El restaurante solo tiene parrilla. Me encierro en el auto para no tentarme. Es para una de las cosas que puede ser útil un auto; pero no para mantener una dieta camino a Cataratas.


Los paisajes cambian. Nunca son fijos. De golpe, ya no recuerdo dónde pasamos de la estepa a la selva. Ahí me di cuenta de que las plantas copiaban a las tapas de los libros de Quiroga. Pienso que después de él, cuesta muchísimo escribir sobre la selva (así, en ese lugar común que algunos usan para no escribir nada sobre un tema). La tierra roja, por ejemplo, es casi un hastío. El calor, otro. Por eso, Quiroga escribió "Los insolados" o "Anaconda". Ahí el calor se siente (estés o no en la selva misionera). Y sus muertes decrépitas, parasitarias o sanguinarias, ya tienen todo el rojo del suelo o nos acercan la extrañeza de la fauna. ¿Para qué escribir sobre la selva entonces?


San Ignacio, las ruinas. El guía dice barbaridades como "los jesuitas tenían la inteligencia y los guaraníes el cuerpo para el trabajo". Tomo nota de la frase para digerirla como real, como pronunciada efectivamente. La leo. Sí, la pronunció. Me da una furia inmensa, explosiva. Cruzo un escenario con colores papales enfrente de la entrada colosal del templo. De esa ruina. Odioso, puteando, casi con impulsos asesinos. Salgo de ahí. Urgente.


Me quedé pensando. Después de que la furia se calmó. La Conquista fue efectiva. Infalible. Encontró la manera de que su discurso se reprodujera cientos de años después.

Una nenita guaraní apareció por la calle. Me pidió el helado BC que recién compraba en un kiosco. No me pongas en el lugar de dador de nada, en esa posición incómoda, ojitos redondos. Es enferma para mí y para vos. No soy un dador de nadie, ni para nadie. Y vos tampoco sos una pedigüeña de clemencia o favores. Robanos todo, vos y tu pueblo, de golpe, arrancanos hasta las ganas de respirar. No te voy a dar mi helado. No. 

Llegamos a las 21 horas a Puerto Iguazú. Nos agarró la noche en plena selva. Una luna llena gigante que se proyectaba sobre los ríos. Estamos contracturados porque la ruta aparecía intermitentemente por las lomas. Las luces de los autos nos encandilaban. Y encima comenzaron a presentarse cartelitos con animales ignotos que brillaban sobre un fondo amarillo en la oscuridad. Eran bestias monstruosas. Lxs demás, les conocían el nombre. Yo solo podía imaginar que saltaban  salvajes sobre el auto, rompían las chapas con las garras y nos comían a dentelladas. Le dije a Fabián: -Ponéte atrás de esa camioneta tipo la de Jeepers Creapers. Si sale una bestia, se los come a ellos primero y zafamos. Luego,  Buscamos otro auto más, y nos ponemos atrás de ese y así hasta llegar. No importa que quede un tendal de cadáveres en la ruta. Serán los cadáveres de los otros. Si hubiéramos venido en avión, nos ahorrábamos tiempo y pánico; el mío ante las bestias dibujadas y el de ellos ante mi delirio (todxs se llevaban las manos al pecho, los ojos grandes, mientras yo explotaba en llantos). La escena de llegada hubiera sido otra si no veníamos en auto -menos patética. 



III


Compiten por la luz. Por eso, los árboles de la selva son finitos y largos. No hay nada divino en eso, una elevación, o algo así, como creían los Jesuitas. No. Los árboles buscan el sol, no a dios, y de tan altos, prácticamente no tienen copa. Nacen uno al lado del otro ni bien cae una semilla y desde entonces se estiran y se estiran hacia arriba. Ahí, abren un puñado de ramas. No más de cinco.  Las hojitas son como los arbolitos que dibujábamos en la escuela primaria. También se las puede contar.






Es temprano. El sol ilumina fuerte y los carteles no asustan. Hay una hilera interminable de autos y colectivos sobre la ruta al Parque Nacional  Iguazú. Avanzamos a paso de hombre. Entonces, un pendejito asoma la cabeza desde un vehículo. Ojitos celestes y carita pálida. Cachetón. Grita y aplaude como una foca chillona. Insoportable. Al costado hay otro cartel con animales. Y sucede que deseamos: que se descuelgue un mono de las ramas de los árboles y lo escupa. Pero no, no es tanto eso lo que ocurriría. No. El mono salta sobre la ventanilla, el pendejo se asusta y se mete adentro, tratando de cerrar cualquier tipo de acceso, pero no puede. Grita: -¡Mami! Y el mono se manda rompiendo los vidrios a la parte trasera del auto, se trepa al asiento del acompañante donde está la madre y, desde allí, lo cachetea hasta desmayarlo y sale hacia la selva. Nos reímos descontrolados ante la escena.






En los cuentos de Quiroga, la gente vive (en) la selva. Mueren por ella, la cortan con machetes, se pierden, deliran, quedan abatidos por el calor o por su presencia. Nosotros visitamos la selva. Y aunque hay una gran diferencia, también es un modo de vivirla. 



Los mapas y los carteles son imperfectos. Indican líneas curvas donde no hay o anuncian cosas que no son tales. No se trata de la absurda diferencia entre copia y modelo, realidad y representación. No. Los mapas y carteles están hechos para orientarnos -para intervenir- en la vida, y la vida cambia todo el tiempo. Porque es incompleta. Los mapas y los carteles son, por eso mismo, una extensión de la vida y la intervienen desde su lógica incompleta y cambiante. Nos ayudan a vivirla de antemano. 



Dicen que vayamos por el sendero verde. Un cartel con una hoja gigante  lo señala. Miro el mapa: nos deja en una estación de trenes. Este suelo, las joyerías, las mesitas de los bares y la vegetación parecen el Pan de azúcar. Solo que no hay mar ni bahía, sino selva densa en los alrededores. Y oscura. El senderito verde está lleno de gente. Desde los costados comienzan a aparecer manadas de unos animalitos enanos. Son una mezcla de comadreja con oso hormiguero. Coatí, los llaman los chicos. Se agrupan en torno de los turistas. Se yerguen en dos patitas y piden cosas: fruncen la nariz olisqueando galletitas. Atrás, una nena saca un pedazo de pan de la mochila. Una bestia enorme se le trepa y comienza a tironearla con la nena, hasta que se la arranca y, después de dejarla en el piso, le roba una bolsa con pan. Allá, en el fondo, hay otro cartel: manos con tajos abiertos de garras. Prohíben que les demos de comer. Son animales sueltos y salvajes. Ahora que veo la imagen, comprendo: son los mismos monstruos de la ruta, ahora camuflados de amigables en su faceta diurna, pero latentemente hambrientos, como era de esperarse. 



Una cola interminable para tomarse el tren a la Garganta del diablo. No dejan ir caminando porque no pueden regular el flujo de gente de otro modo. Parece que cerraron la entrada porque colapsó la infraestructura del Parque. Fabián y Romina nos dejan a la Vaca y a mí guardando lugar. Ellos van a encontrarse con el gerente. A exigirle que nos reconozca el voucher. Pienso, así, fugazmente, que Marlowe es Fabián, negociando con la locura de Kurtz que tiene anteojos negros y una oficina en el centro de la selva. Y solo esa imagen me hace imposible quedarme en la fila. Vamos donde está el desastre, le digo a la Vaca. Y salimos. Pero a mitad de camino vienen Romina y Fabián. Me destruyeron la fantasía así, como si nada, sin llegar al punto de la aventura. Encima, se enojan porque perdimos el lugar en la fila. 






Es imposible llegar hasta la garganta del diablo. La fila humana es incontable. Estuvimos un hora treinta haciendo cola para tomar el tren. Ahora, tenemos que hacer cola para entrar a la pasarela. Sabemos que quienes no pasaron por el sendero verde, hicieron otra para tomar el tren hasta la estación donde perdimos la fila. En esta nueva cola, para entrar en la pasarela, estamos hace 30 minutos y avanzamos 5 metros de unos 500. Hasta la Garganta, hay 1100 metros de cola más sobre la pasarela misma. En fin, no nos alcanzaría el día para hacer esto.



La selva tiene sonidos. Son como pequeños ecos diferenciados que se  arrastran. Llegan a los oídos y te hacen parte de un paisaje. El remo, ahora, choca con el agua y se eleva en un chasquido sordo en contra de la tela elástica del río. No sé qué río es. Pero el remo se revuelve en él. Lo atraviesa y nos desplaza encima del gomón. Sin embargo, esa voz horrible que lo tapa todo surge enseguida, ni bien empezamos a intentar oír los sonidos de la selva. Desde que subimos, un tipo de unos cincuenta años no deja de gritar en el extremo del gomón. Sentado en la lona inflada. Hago un esfuerzo sobrehumano para volver a concentrarme en el canto lejano de los pájaros escondidos, de las frutas que se caen, de las raíces aéreas que se descuelgan de los árboles y flotan a ras del agua, en gorgoteos imperceptibles. Así y todo, el insoportable -contengo mi mandíbula asesina que ya balbucea puteadas, y también freno mis ganas psicópatas de hundirle la cabeza  en el agua hasta dejarlo sin oxígeno- vuelve a la carga y le pregunta estupideces al remero : dónde se mató la maestra de la tele, o en qué lugar murieron los siete turistas en lancha. Los demás, ni siquiera prestamos atención a las respuestas; tratamos de oír los sonidos de la selva hasta mezclarnos en ellos. Pero no. A lo sumo y con todo el esfuerzo de nuestra abstracción del contexto, recaemos en las limitaciones de la visión ante la vociferación de mono del turista insoportable: la tacuara enorme que florece cada 30 años aproximadamente, o el velo vaporoso de las miríadas de agua que flotan sobre las caídas del río, allá, lejos, al final del camino. Hay gente que no soporta los sonidos de la selva y los apaga con su ruido interno. Pero no puede. A veces, les juro, en este trayecto en el que miles de mariposas se nos posan en el cuerpo, libándonos la humedad, yo oí y hasta hablé con la selva. 



Todavía no vi ni una catarata. Ya son las cinco de la tarde y ni noticias. Tampoco vi un tucán o un papagayo. Nada. Sin embargo, en su lugar, justo ahora, sé que los pájaros arrastran semillan a las copas de los árboles. Ahí, las epífitas crecen en los troncos. Bien alto, cerca, claro, de la luz que escasea en el sotobosque. No, no son parásitas, solo usan los troncos de las demás plantas como soporte para llegar a la luz. Tiran sus raíces largúisimas al suelo -como lianas- y así pueden hacer la fotosíntesis y alimentarse. Muchas de esas plantas crecen en el jardín de nuestras casas. Eso dice la guía del safari y le creo; mejor dicho, lo compruebo: esas plantas son las que la má tenía en macetas allá en la llanura. 


Los camiones del safari son como los de películas en selvas africanas. Nunca sé, cuando me enfrento a estas cosas, qué estuvo primero: si la película o la realidad. En todo caso, intuyo, debió ser el clisé y así nacieron las otras dos y todas las cosas conocidas. 



Un caminito lleno de arañas que penden sobre nuestras cabezas. Grandes como la palma de la mano. Por las mañanas caen sobre los turistas del camión. Si en la selva tenés gorra, es lo mejor, dice la gúia, porque te protegés de cualquier animal que se precipite desde las plantas. Me voy a comprar un gorra urgente. 



Tengo hambre. Acá en el parque solo venden porquerías y encima carísimas. Una botella de agua de medio litro cuesta 20 pesos. Estuve por desistir de la idea de comer. Pero compré unas galletitas dulces y las racioné de acuerdo a la cantidad de comida. Sí, tienen azúcar y es una transgresión enorme para el plan alimentario; pero si no recupero un poco de energía, me voy a apagar como un aparato sin baterías. 3 galletitas de colación, 10 de almuerzo y 5 de merienda. Eso es todo lo que comí hasta ahora. O sea, nada de volumen que sacie mi estómago obeso. 



La parte delantera de la lancha se hace una punta hacia arriba allá adelante. Nosotros vamos atrás de todo. Cuando bajábamos al embarcadero (45 metros por la barranca), nos dieron bolsas de hule. Que pongamos ahí nuestras pertenencias y zapatillas. La superficie del suelo es rugosa y está mojada. El río, en cambio, se abre en correntadas por los costados de la embarcación, salpica el cuerpo, genera remolinos. De un lado, la costa argentina con los árboles trepados  en laderas. Del otro lado, la costa brasileña con los árboles exactamente iguales. No hay diferencias. Tampoco una línea que parta en dos el espacio como en el mapa. No. Solo cuerpos y embarcaciones mezclados. E idiomas cruzados. Los pilotos se saludan y las tonadas se chocan indistinguibles. El viento arranca sombreros y lentes,  y deforma los rostros como si fueran de plástico blando. Apenas podemos ver más allá de los costados, adelante. Cada tanto, aparece una nube con partículas vaporosas, cuando la lancha esquiva  y se sacude en medio de los rápidos. Hay remolinos enormes. Las lanchas pasan esquivándolos. Pienso que si caemos ahí, terminamos ahogados o en una isla desierta. En cualquier lado. Quizá como Robinson, en medio de la nada, acosados por una selva caníbal. ¿Qué reconstruiría del sistema  primero si fuera Robinson? Pienso que buscaría señal del celular y que postearía en facebook mi ubicación actual. Para que alguno de mis amigos se apiade y venga a buscarme o avisen a alguien que venga. Ahora, las partículas vaporosas se entreven cerca y, cada tanto, la perspectiva ruidosa de la lancha se abre y vemos, así, destructivas en la perspectiva lejana, las primeras  cataratas con torres de agua que bajan en chorros espumosos y convulsos por las laderas. Una nube densa de miríadas las oculta. Pero ahí están. Son las primeras que vemos casi en el final del día. 



La lancha se acerca a las cataratas por el costado de la Isla San Martín. Hay dos cascadas. Llegar a una y a otra por la superficie del río, implica bordear la isla, esquivando los rápidos que sacuden el cuerpo como en esos juegos de horror en los parques de diversiones. Arriba cae el agua estridente sobre las piedras del lecho. Se oyen los golpes, duros y cortantes. Y, más acá, el hundimiento profundo y líquido de los chorros en el agua revuelta. Las miríadas vuelan y caen sobre el cuerpo, humedeciendo el pelo y las caras con unas gotas  brillantes. La lancha se tira hacia las caídas de agua, pareciera que va directo en una aceleración torpe y violenta. Cada vez se acerca más y más. Y cuando ya estamos a metros, no se puede más que cerrar los ojos porque todo se vuelve blanco y el agua tapa el mundo. Lo que queda de él entra por la boca y por los oídos como baldasos bruscos. Torrentes que se deslizan por la cabeza hasta acumularse en el fondo donde están los pies desnudos, en flujos y reflujos espumosos. Y, entonces, la lancha se frena y sabemos, sí, se siente, que la catarata cae a latigazos sobre vos en un minuto suspendido, casi eterno. Contenés la respiración, la ahorcás en la garganta y llenás los pulmones, tratando de percibir los sonidos y las texturas y el sabor dulce de madera que se pega en la lengua. Entonces, un tirón  repentino del motor acelera y nos saca, de nuevo, hacia el centro del río para volver a recomenzar cinco, diez, quince veces, el contacto de la lancha y de los cuerpos con las cataratas. 



Después de ir y venir en contra de las cataratas, nos dejaron en una escalerita de rocas al costado. Arriba, bultos de cabezas y cuerpos que se asoman, diminutos, sobre unas terrazas que se elevan desde las caídas de agua. Flashes que no pueden, no, apagar el sonido del agua contra el río o las rocas. Todavía las miríadas nos iluminan cuando se nos pegan como gotitas microscópicas.



Los olores a una flor que crece en los arroyos internos, en medio del recorrido del parque. Tapan la nariz. Jazmín, limón, amarilis. Un combo de eso. Y las flores blancas que esplenden sobre el fondo del arroyo. Cada tanto, un coatí duerme en las barandas de las pasarelas. Otros trepan en manadas sobre los árboles. El aroma de las flores deviene  olor a guano. Un cartel anuncia una colonia de murciélagos. Las partículas vaporosas que caen sobre las hojas de la selva producen un goteo musical sobre el suelo. 



Son las siete de la tarde. No llegamos a la Garganta del diablo y nos sellan el ticket de entrada para que volvamos al otro día. Claro, tenemos que pagar la mitad de precio, pero pagar al fin. Y quedamos, así, esclavos de ese Kurtz desconocido en el corazón del parque, para que volvamos, al otro día, para hacer lo que la gente verdaderamente hace: cola, pagar y, a veces, a pesar de todo el sistema que ejecuta este Kurtz siniestro desde su oficina con forma de casita de Heidi, perderse, por unos minutos, en los sonidos de la selva. Ahí es verdaderamente cuando el paisaje le gana a la fotografía. Eso sí, si no pagás, si no contribuís a la colonia de Kurtz, no podés hacer nada, ni siquiera lo que hace la gente. Biopolítica, le dicen. 


IV

Casi no dormimos ni comimos. De la bronca. Fuimos a un restaurante. Por suerte, había pescado con ensalada -algo no descartable para un plan alimentario. El tema es que el dueño, se había empotrado en la puerta de entrada, sobre unas escaleras, y actuaba de Dueño. Tenía las manos repletas de anillos de oro y mascaba coca en un bolo gigante que le sobresalía del cachete derecho. Así, humillaba con insultos y malos tratos a l*s moz*s. L*s muchach*s suspiraban y corrían como en una pista de hielo sin patines, a pie descalzo, congelado y sangrante en contacto con el frío. Disimulaban muecas de disgusto tras sonrisas paralizadas (imaginamos que el Dueño debe haberles dicho:- No dejen de sonreír nunca, amargaditos). La moza que nos atendió, tenía los ojos lagrimosos. Los clientes mirábamos desconcertados al increíble Hulk con su cachetito deforme y verde. Por eso, frente a las escenas de violencia, los clientes, sin comer un bocado, dejaban enormes sumas de propina a los empleados. Yo tenía tanta hambre que, a pesar de la angustia frente a ese drama de terror que se ejecutaba ahí, comí el poco pescado que me pusieron en el plato (una porción minúscula y carísima). Ninguno fuimos capaces de levantarnos y putearlo como se debía al tipo. A pesar de que todos rabiábamos de la bronca y lo destruíamos con comentarios. Creo que en eso conspiró la seriedad con la cual había asumido su papel y el consecuente terror que provocaba. Eso sí, no dudábamos en recompensar capitalistamente -y hasta en sostener de este modo- esa violencia como si fuera parte de lo normal. Y hasta dudamos en algún momento de la verdad de lo observado: no estábamos seguros de que no fuera un espectáculo que hasta l*s mism*s moz*s sostenían para garantizar mayores propinas. No dormí en toda la noche con la sangre convulsa. Si lo hubiera puteado al tipo, por lo menos descargaba la bestia y dormía tranquilo. Pero no. A las cinco sonó el despertador y yo ya estaba despierto.

El colectivo nos dejó en la primera calle, después de cruzar un puente con una cantidad apiñada de gente que avanzaba sobre las pasarelas del costado. Todavía el amanecer iluminaba pálido y una chorrera de cuerpos se movía apurada -y al mismo ritmo- como en una escalera mecánica rapidísima. No había carteles, o, si los había, eran esfumados tras la velocidad de la marcha. Las ventanillas apenas si podían ofrecer un panorama. Había un morro en medio de un río. Ignoto. Los autos, al costado, apenas se movían en medio de bocinazos insoportables. Los que esquivaban el tráfico eran unas motitos amarillas, cuyos conductores también vestían de amarillo y tenían, al igual que los acompañantes, cascos amarillos. Atrás, por una patente chiquitita, nos enteramos de que son moto-taxis. Hay un  gendarme en medio del puente. Armado y con el culo redondo. Lentes negros y grandote. Schwarzenegger un poco más flaco y bello. Esplendente. Ahí, en sus alrededores, no se distinguen los idiomas. Solo oigo tonadas que arman una canción barroca, con registros sobreimpresos unos encimas de los otros. No entiendo nada. Incluso, ni bien bajamos del colectivo, me doy cuenta de que padezco una sordera particular: oigo ruidos que salen de las bocas, pero no comprendo nada. Pero nada. Aparece un mercadito extendido en el espacio. Chapas cruzadas, peluches, sábanas, gorros, mochilas, electrodomésticos colgando y cuerpos, de todos y en todos los colores, que se agitan en el cemento y le sacan el espacio a cualquier vehículo. Ciudad del Este.

Mi sordera exótica falló dos veces. Apenas llegamos. Alcancé a oír dos frases. La primera, de una mujer que vendía gorras: "Vení que te chupo la pija". Así, literal. La Vaca miró desconcertada y se tentó de la risa. La otra frase, en una esquina, de parte de un gordo con rulos: "¿Estás enamorado? Esto es para el amor." Y estiró la mano con una tirita de pastillas rosa. Ahí largué una carcajada yo también. Evidentemente el sexo es el idioma universal.

No compré nada. Acá son todos vivos. Te venden pasando de su moneda al dólar y de ahí a tu moneda; pero a precio del dólar blue e ilegal, que cuesta el doble que el oficial. El peso argentino no existe.

Me pusieron en el lugar del lenguaraz. O sea, no soy el único sordo. Porque se dan cuenta de que si no hablás en portugués, no te comprenden. Vocalizo mi mapuche carioca. El problema, en verdad, no es este; la cuestión es que no sé a qué respondo, porque no entiendo nada la mezcla misteriosa de idiomas y tonadas. Así que lo más probable es que nunca nos comuniquemos. Odio estar en estas posiciones y siempre caigo en ellas de rebote. No quiero tener el dominio sobre la dirección del viaje o sobre la comprensión del mundo.

Después de una incontinencia intestinal en la fila para comprarse una tablet, La Vaca quiso tocarle el culo al gendarme del puente. Fabián le contuvo las manos.

Si hubiera comprado merca -o la pastillita del amor que nos ofreció el gordo-, la pasábamos como queso por la Aduana. Me arrepiento. El oficial, de tan harto que debe estar de revisar turistas, solo hizo una seña con la mano para que pasemos. Con desgano.

Otra comida ínfima. Pescado otra vez. Conseguir tartas o ensaladas  es imposible. Ni hablar de ensaladas de frutas. El surubí que traen no llega a cubrir la palma de la mano (porción adecuada según el plan) y el ancho, no llega al centímetro. Un panaché de vegetales casi puré, molido: 3 cucharas soperas. Vuelvo con 25 kilos menos y sin pilas. Seguro. Pero también sin un peso, porque te cobran 100 mangos por comida. Son unos ladrones y, creo, detrás de todo está Kurtz.

Ahora sí que se armó. A los tickets sellados del día anterior, te los podés perder en el centro del orto. Kurtz acaba de jodernos otra vez la visita a la Garganta del diablo. Decretó cerrar cualquier posibilidad de hacerlo. Y dicen que cerraron todo a las siete de la mañana; o sea, media hora antes de que abrieran, dado que la cantidad de gente era incontrolable.  No me voy, no nos vamos a quedar así, derrotados. Los pibes de la entrada nos miran con menosprecio, con el que corresponde a nuestra desubicación. Yo haría lo mismo: ejercería el poco poder perverso que tengo, demostrando que estoy adentro y que si quiero te autorizo a pasar, pero si no, no. Pedimos hablar con kurtz, pedimos el libro de quejas, pedimos que alguien con autoridad se acerque y nos abra el paso. Que nos hagamos sellar otra vez el ticket, nos responden ante cada pedido. En el tercero, sale mi psicótico interior. Les grito algo irreproducible y me retiro, con la sangre hirviendo, las venas azules, la transpiración que cae como perlas. Porque los mato si no. Me descuelgo la mochila y les rompo la cara, los vidrios, los  molinetes a mochilazos. Ven que regreso desde el fondo sacadísimo, temblando, para embestirlos de nuevo. Pero antes de llegar, Fabián da con las palabras justas. Lo miran. Me miran. Y llaman a un guardaparques que autoriza a que intentemos llegar a la Garganta. Sin asegurarnos nada. Si no llegamos, nos devuelven la plata o acá vamos a ir varios presos. Eso me sale con una violencia irreconocible. Feroz. Y paso como un conquistador enaltecido. Ridículo.

Heráclito tenía razón: la nada es y no es nada dos veces. El senderito verde, hoy, está iluminado. No hay coatíes. Pero la gente se amontona igual en el centro. Tratamos de apurarnos; pero lo vemos: un tucán enorme mueve su cabeza real en el árbol. Ahí nomás, a unos metros. El pico naranja corta la perspectiva de su cuerpo negro. Sé que pareceré fuera de tiempo. Pero para mí, ese tucán es un presagio de la selva. Es su forma de comunicarnos algo. Piensen lo que quieran. Que soy un místico narcicista o ridículo, o poco realista. Lo que quieran. Para mí es así: el tucán oscuro y colorido en lo alto, quiere decirnos algo de la selva. Que para ustedes se explique como casualidad o positiva o físicamente o como un incidente menor que no es más que lo que es: nada en realidad. Para mí, el tucán es la palabra de la selva.

Tal vez, el tucán nos advertía: no van a pasar, ilusos. O no, posiblemente haya sido un robot que el mismo Kurtz ha enviado para vigilar a los turistas de cerca. Todo es posible. Todo. Lo cierto es que ni  bien llegamos a la estación de trenes, una cola interminable de gente se apiña. Nuevamente la misma historia. Intentamos ir caminando. Pero han vallado la entrada con un custodio patovica en la puerta. Nos acercamos. Explicamos la situación cinco, seis, mil veces en minutos. La respuesta obvia es no, no van a pasar. Encima, en un momento, un auto con vidrios polarizados se acerca. Hace señas de luces, el custodio se saca la gorra, la lleva al pecho, saluda y le abre. No se puede ver quién está adentro. ¿Acaso...?
Volvemos al ataque. Ahora tenemos el argumento de la arbitrariedad con la cual se deja pasar a unos y a otros, no. Ustedes no pueden pasar. Empezamos a exigir como antes. Alguien con poder de decisión, ya que el pibe patova se declara sin poder. Mentimos: -Es la tercera vez que venimos. Y empezamos a los gritos. Aunque tampoco es una mentira absoluta. Siempre hay algo de  verdad en la mentira. Y lo digo porque es la tercera vez que  tenemos que reclamar poder llegar a la Garganta. Es tanto el escándalo, que se acerca una mujer guardaparques. Nos comienza a forrear. Con cara de asco. Nos dice que no podemos ir caminando porque no pueden controlar el flujo de turistas si no.
-Ok -le respondemos-; ¡pero nosotros no somos todo el flujo de turistas y es la tercera vez que venimos a las siete de la mañana para no ver nada! ¡Queremos, exigimos una solución! Porque volvimos a pagar y porque ya ni siquiera nos dejan subir al tren.
-Lo siento. Yo no puedo impartir privilegios -responde.
Sulfuro por segunda vez en el día. Nos pide que no gritemos, que la escuchemos y la dejemos hablar. Silencio. El mismo sermón.
-Mirá, le digo, la cuestión es muy simple: ustedes nos venden una entrada para hacer todo un recorrido en un día, y no están cumpliendo.
-Es que no podemos por la cantidad de gente...
-Entiendo tus argumentos, pero nos cobraron a todos lo mismo y por lo tanto, exigimos hacer todos lo mismo. Y no comparto tu punto de vista y te explico porqué (ahí me salta la bestia): es como si vos fueses a un restaurante, pedís un pollo con papas, lo pagás, y no te traen el pollo, ¿entendés?
-Pero bueno, ustedes eligieron  el pollo con papas...
Ahí no me saco. Exploto. Creo que vaporizo la selva entera con un alarido feroz:
-Mirá, acá vos estás pidiendo que te escuchemos y comprendamos y vos no hacés lo mismo; de lo que sigue que, además de estafarnos como toda la administración pedorra de este parque, nos estás faltando el respeto (a los gritos como orangután maníaco), y si seguimos sin entender, los que vamos a terminar faltándote el respeto somos nosotros. Porque, hermosa, tu argumento es insostenible: nosotros elegimos pagar por todo un combo, no por las papas solas. ¡Y encima nos hacen pagar dos veces sin cumplir con su parte! Cualquiera sabe quién está en falta. Hasta la ley.
Y ahí vuelvo a retirarme; pero esta vez quiero comerme la selva, prender fuego las cataratas, ver los cuerpos de los guardaparques y de los turistas arder en el noveno círculo del infierno y oír cómo gritan mientras se queman entendiendo cíclicamente qué es verdaderamente la Garganta del diablo. ¡Hij*s de una humanidad enferma! Todos. Yo me tiraría con ellos a la hoguera también.
Camino entre los bares de la selva. Desencajado. Con mirada y ganas asesinas. Quiero, les juro, matar gente. Pero lo contengo: sí, por ahora, lo contengo.
El sol quema la cabeza y la pierde en vapores narcóticos. Una voz me habla por detrás. Me tocan el hombro. Miro a la chica que dice cosas absurdas. Con ojos de ira. El cuerpo temblando. Y, entonces, me doy cuenta de que es Romina. Que entiende que estoy re caliente, pero que vaya porque Fabián está sacado y vamos a ir presos. Trato de calmarme. Fabián (alguien más desequilibrado que yo, claro) me necesita.
Enfrío, enfrío a fuerza de autismo. Llego. Fabián ha convencido a todo un grupo para iniciar un reclamo a los gritos. Ahora somos más de 20 los que gritamos y exigimos nuestros derechos en plena selva. Me da una inmensa erección  la nueva circunstancia. Los guardaparques están descontrolados. Aparecen de todos lados. Y nos rodean. Miedosos. Hasta que otro grupo; en realidad, una con una vocecita aristocrática y relajada emite su opinión -como si alguien la hubiese pedido-:
-La verdad es que no entiendo para qué hacen esto -nos dice. ¿Por qué no esperan como todos a ver si se soluciona? ¿Qué pretenden ustedes?
La miro. Es un amujer a la que le salta la clase en la ropa. Está vestida de Indiana Jones, pero en lila. El sombrerito a tono con el maquillaje. Un pañuelito amarillo del cuello. Toma una botella de agua, acompañada por unos snacks.
-Mire, Señora, si Usted no quiere, no haga nada. Nosotros estamos hartos de que nos bicileteen. Quédese tranquila en la fila y no nos joda -dicen la Vaca y Fabián, distribuyéndose sintagmas y frases de una manera que no recuerdo bien.
Ella mira de arriba hacia abajo: -Pero no sean ridículos, ¿ustedes qué quieren, hacerse los rebeldes acá adentro?
Silencio. Surgen algunos que la apoyan. Otros la vitorean. Algunos más se pelean con ellos y se suman a nosotros.
-Queremos que nos solucionen el problema.
Respondo cortante y contengo todo un magma de frases que pienso para no responderle lo evidente: uno no se hace el rebelde, Señora, uno debe serlo ante determinadas circuntancias mínimas. Pero claro, a usted no le interesa eso, porque está acostumbrada a mantener el estatu quo y es lógico que se identifique con el acatamiento a la norma ante cualquier  circunstancia, porque esa posición no desestabiliza su posición, al contrario, la alimenta, ya que no le genera siquiera un mínimo problema al capital.  Lo deja ser sin un poquito de distancia o resistencia. Pero acá no se trata siquiera de hacerse los rebeldes, Señora, sino de que se cumpla un contrato que pagamos cuando compramos la entrada, y ahí, en esa insistencia, no hay nada de rebeldía, sino sumisión casi estúpida a la misma norma que usted defiende, y eso es ser menos rebeldes que una marmota. Ocurre que para Usted, todo aquel que reclama algo es un rebelde. Falta que nos diga subversivos y ahí se pone a tono con todo un discurso de época. Así que no joda. Si quiere quedarse ahí, esperando a que en algún momento alguien la deje pasar, prometiéndole lo que no van a cumplir, espere, quédese y no nos rompa las pelotas a los que estamos exigiendo que el capital cumpla con su parte, mierda. Nosotros gritaremos y haremos ruido como bestias hasta que nos dejen llegar a la Garganta, como tiene que ser. Para eso pagamos.
Ahora, es tanto el quilombo que se armó entre los dos bandos enfrentados, que aparece más y más personal de entre la selva con uniformes ridículos, nunca vistos. Aplausos. Gritos eufóricos. Zapateos.
-La verdad es que hay gente para todo -agrega la Señora .
La miro. Fulminante. Desde sus zapatitos lilas hasta el sombrerito. Menospreciándola. Y respondo:
-Sí. Es verdad: HAY GENTE PARA TODO -y carita de asco.
Ahí baja la mirada. Sospecho que por unos segundos se le cruzó por la cabeza la idea de que acá hay formas de vida diferentes, encontradas, y que la odiamos tanto como ella nos odia a nosotros. Irreductible e irreparablemente se encuentra con un espejo invertido que le devuelve la mirada.
Al costado, un chico con Handy habla con una voz ronca en el aparato. En códigos. La voz le exige que abran la fila del tren para nosotros. Por lo menos eso. Que vamos a llegar a la Garganta con sol. Nos promete. Me calmo. Fabián no. Quiere ir caminando. Pero le hago comprender que es la única alternativa. Que no vamos a conseguir más. Uno tiene que saber armar el quilombo y también ceder ante el poder. Hay que descubrir el momento en que la posibilidad de conseguir algo mínimo se abre. Y saber volverla a nuestro favor. Lo convenzo. Vamos a la cola del trencito y, mientras esperamos para subir, la vemos pasar a la Señora con su sombrerito top y toda la bandada de olfas alrededor. Nos miran. Bajan la cabeza. Derrotados. Ellos no aceptaron la propuesta del trencito: solo para distinguirse de los orangutanes. Sabemos qué piensa mientras nos ve en la cola: -Uno hace las cosas como se debe, y se queda sin nada. Y estos negros pegan dos gritos, y les dan todo. Si yo fuera presidenta, los metería presos.

Cuando bajamos del trencito a las 17:30 hs, había una cola de 5 cuadras para llegar a la pasarela de entrada. Los guardias nos aseguran que sí, que llegamos con sol. Acá oscurece a las 18:50 hs.

Finalmente el sol pálido cae detrás de la selva. En realidad, es la tierra que rota y oculta el sol. El sol no cae en ninguna parte. Pero yo quiero creer que sí. Que se cae y se lo traga la selva. La luz es mucha aún. Las pasarelas están a dos o tres metros del río. El ruido del agua aturde. En un momento del camino, sobre nuestras cabezas pasa, con las alas extendidas y flotantes, otra vez el tucán. Se posa en una planta de Yacaratiá. Y desde allá nos mira. O nos quiere decir algo.

Sí, es el mismo tucán. No jodan.

Fue interminable llegar. Pero acá estamos. Los cuerpos se pelean el espacio para ver la Garganta. Los flashes encandilan a pesar de que el sol larga aún  rayos por detrás. Cuando Alvar Núñez Cabeza de Vaca se encontró con las cataratas, le hizo escribir a su notario: "El río da un salto por unas peñas abajo muy altas, y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye; y la espuma del agua, como cae con tanta fuerza, sube en alto dos lanzas y más". A este lugar lo llamó Saltos de Santa María. Un poco devoto era, como todo español de su época. Dudo que haya una descripción del lugar más despojada. Demasiado simplista, clásica al extremo, pero precisa. El ruido del agua que cae sobre el fondo es lo único que se oye, como si millones de cascabeles sonaran al mismo tiempo. Ahí adelante. Y abajo. Y arriba. Y a los costados. Desde todos lados. Las miríadas vuelan y salpican  por encima de metros y metros de altura; el agua se parte en moléculas y su separación queda emulsionada en el aire, sobre y entre nosotros. Es hipnótico. Parecen vivas, arrastrándose, y la visión se distorisona en ondulaciones violentas. Amarillas, ocres, blancas, espumosas. Algunos verdes y negros. Cuando nos damos cuenta, una lluvia de puntos se precipitan desde el cielo y traspasa los chorros de agua. Son aves que vuelven a sus nidos, ocultos detrás de las caídas de agua, y cuando las ven, les juro, parece como si quisieran suicidarse en contra de las rocas. Se tiran en vuelos elásticos para romper y quedarse entre el agua. Son millones, en puntillismos incesantes, alargados. Quedo suspendido ante todo esto. Ante el agujero que se traga el agua -eso parece-, con los pájaros suicidas, el barro del río, las rocas, las ramas que se pierden, los movimientos cromáticos. A veces, tengo ganas de tirarme, de arrastrarme en la correntada. Pero no.
En el medioevo creían que existían puertas al infierno. De hecho, Dante, en La Commedia, entra a este por una cueva en medio de la selva oscura. ¿Y si esta es la Garganta del Diablo posta? ¿Si ese invento es real? Porque despierta todos los deseos. Todos. Hasta los más oscuros. Y hasta parece voraz.
Alzo la mirada un rato. Del otro lado, caen más y más chorros, aunque adelgazados y finitos. También hay una pasarela con flashes que estallan en el atardecer. Y unos ascensores arriba. Es la parte brasileña. Los vemos mirarnos. Y visceversa. Me da pánico y me retiro del borde. Descubro decenas de cascadas en las barrancas de aquella parte del río. Cubiertas de bruma. Son las mismas que aparecen en una parte de la saga fílmica El Señor de los anillos. Dicen que la fotografía de la película se hizo en base a este paisaje. No estoy seguro. Para mí la película hizo este paisaje. Y eso me produce una especie de horror vacuo. No hay diferencias casi. No las hay. Y veo mis pies sobre el agua y los cuerpos de los demás sobre un puente flotante detrás del cual caen los chorros de espuma y ese sonido incesante y el sol que se apaga y la selva quieta y los pájaros que caen y las peleas previas y vos y ella y él que se pierden entre tantos y se vuelven, al mismo tiempo, próximos, idénticos. Y sé, por alguna extraña razón, que esto ha dejado de ser un viaje y que se ha transformado en una película. Documental o de aventuras. Pero es una película.


V

Todavía recuerdo la salida del parque. En plena noche. Subíamos al trencito con unos murmullos extraños. Venían de los claros y de las sombras de la selva. Había bichitos de luz enormes y los mosquitos nos atacaron en enjambres todos juntos. Una humedad pegajosa nos relajaba, contentos, en el asiento. Pasamos por la pasarela de la primera estación y ahí, les juro, vi unos ojos humanos que brillaban rojos en una silueta alta y robusta  que caminaba por el sendero de la casita de Kurtz. ¿Era él? Traía un machete en la mano. La luna llena arriba. Luminosa.

Estamos a siglos de Brasil en cuanto a infraestructura.  Eso pienso. Y no es una deriva típica de ese pensamiento tan histórico y argentino de que todo lo foráneo es mejor. No. Acá, en este otro lado, el límite invisible del mapa se vuelve casi real. Estacionamos en una playa de automóviles inmensa (no en la ruta, al costado de barrancas con cardos que caen en la selva) y para hacer cola, nos situaron debajo de un alero construido con troncos y chapas que tiene un ventilador enorme que dispara miríadas de agua fresca y perfumada (no en la calle y al rayo del sol). Los colectivos que te llevan al parque son rapidísimos. La cola tarda minutos en llegar hasta ellos. Rapidísimo. Tanto, que no existió espera. Eso sí, pagamos como extranjeros y a dólar blue.

La organización es impecable. No te prohíben llegar a La Garganta del diablo. La gente pasa incesante por las pasarelas. Y son tantos o más que l*s de las colas de ayer. Sin embargo, hay que ser sinceros: las cataratas cataratas están del otro lado. Gigantes, violentas, húmedas y espumosas.

Acá, de todos modos, gana la fotografía. Los panoramas que toma la máquina son superiores a la visión en vivo. Aunque ver las cataratas solo es posible de este lado, para vivirlas hay que estar del otro. Por eso acá ganan las fotos: es más consistente y persistente que lo que el cuerpo recibe.

Una erección. Y una calentura demente. La Garganta del diablo del lado brasileño es eso. La combinación del calor con las partículas de agua fría que acá caen como una llovizna violenta y el sonido próximo de la cascada que rompe encima tuyo y que vuelve a romper abajo, a un costado, con sus vibraciones entre los cuerpos que se amontonan, se apelmazan unos sobre los otros ahí, tratando de llegar a la plataforma final, hacen que sea inevitable ese efecto de voracidad sexual. Adelante, una pareja se manosea con ganas. Más allá, otros cuerpos se comen la boca, se tiran manotazos entre la multitud. A la altura del pubis, el culo redondo y duro de un pibe rubio de unos 20 años (¿llega a eso?) se pega cada vez más. Sobre las entrepiernas se roza, hirviendo. Y estas responden. Igual que el pibe que, mientras abraza a su novia, se nos tira más y más encima y comienza a frotarse. Primero disimuladamente, pero después con más y más ganas. Nunca me retiro. Claro. Lo dejo ser.

Nos tomamos fotos en la plataforma. Allá y acá la Garganta. Y la pasarela del lado argentino donde nos miran verl*s. Huyo.


El chico rubio me vio en la fila para agarrar el colectivo de regreso y se hizo el tonto. Se acercó a un mapa que había a un costado nuestro. Dijo a su amor: -Estamos acá, todavía nos falta todo esto -e indicó sobre el mapa con los dedos-. Vamos a esta parte -una casita con botes-, pero primero voy al baño. Esperáme.
Comprendí perfectamente, pero me hice el desentendido.

Buscamos en Foz do Iguaçu un lugar donde comer Feijoada. Amamos la Feijoada. Cuando la probamos en Rio de Janeiro, sentimos una conexión intensa en el cuerpo. Deseante. Por eso salimos a buscarla con ganas. Pero no. A las dos de la tarde, estaba cerrado todo y el deseo frustrado de Feijoada, me hizo devorarme un asado opulento en Puerto Iguazú. Comí después de tres días de hambruna. Sin culpa -porque era un permitido.

Dormimos toda la tarde. Un cansancio pesado nos atacó. Era lógico. Todo el trajín de los cuatro días cayó de golpe en el cuerpo. Y nos tiró a  la cama perezosos y abúlicos. Súmenle el asado en el estómago requiriendo la mayoría de la sangre para llenar las arterias que lo hagan trabajar como se debe. El cerebro sin una gota y, por lo tanto, sin oxígeno. El sueño era inevitable. Y, como sucede orgánicamente, la recuperación de las energías, también. Volvimos al mundo a las 20 hs. Con todas las energías. Estamos en el centro de Puerto Iguazú. Los comercios están abiertos. Hordas de turistas desesperad*s entramos, preguntamos cosas a los vendedores y salimos. Solo a veces compramos, porque tan idiotamente consumistas no somos. Digamos que lo somos, pero no hasta la estupidez. Comparamos precios, calidades, singularidades de los productos y les metemos deseo. El equilibrio de eso -o su desequilibrio- es determinante o no de la compra. Nos detenemos en el estante de un comercio con artesanías guaraníes sexuales: pijas, tetas, conchas, cuerpos en poses sexuales con forma de tazas, de destapadores, de masajeadores, de adornos, de bombillas. Bellísimos: me los compraría a todos, si no fuera que se van al carajo con el precio. Iguazú no es un lugar de consumo. No. A la fuerza te obligan a ahorrar por cosas que en tu lugar de origen y al precio que corresponde, te desbarrancarías en un ritmo irrefrenable de compras. Y pasa lo mismo -o casi lo mismo- en todos los pueblos y ciudades turísticas. Así, a diferencia de lo que piensan muchos, lejos de ser un sujeto gastador y consumista, la mayoría de los turistas son los más austeros de todos.

Gabby de Cicco dice que lo personal es político. Y algo de razón tiene, pero creo que la experiencia en general es política. O deviene como tal en algún momento. Y aunque engloba lo personal sin dudas, está más allá de lo personal. A veces, lo involucra, otras los descarta por lo colectivo o lo comunitario, otras sintetiza todo eso. La experiencia del turismo es política.


VI

La selva se iluminó progresivamente. Salimos de Puerto Iguazú a las cinco de la mañana. Prendimos las luces y agarramos la ruta. Otra vez los cartelitos brillosos en la oscuridad. Tuve pánico, pero no lloré. Al volante iba Romina. Fabián tenía fiebre. Y estaba pálido. Destruido. Y yo también comencé a sentir las consecuencias del viaje: me costaba un esfuerzo sobrehumando mantenerme despierto. Les dije: - Si me duermo, escuchen el GPS y hagan lo que les pide. El sol avanzaba sobre el negro de los alrededores como una línea imperfecta. Su luz hacía pasar la noche a la penumbra verde  con aureolitas difusas  hasta que resplandecieron las hojas verdes claras de los árboles. El ruido de pájaros y animales de todo tipó tapó el del motor.

2 horas sobre la ruta. Aparece la banquina mojada, barrosa. Y se despeja arriba y allá lejos, un trasfondo tormentoso. A medida que avanzamos, las nubes grises cubren la perspectiva. El cielo azul y negro. Comienza a llover a baldasos, casi como si nos persiguieran las cataratas por arriba. No vemos nada. Pero el cuerpo sigue apagado. No hay forma de que responda y caigo en el sueño. A veces despierto. Solo quedan escenas entrecortadas del resto del viaje: los chicos que bajan al baño, yo que me levanto sonámbulo y compro muchas muchísimas bandejas de sandwiches y gaseosas y algo dulce y meto todo adentro del auto y los demás que me miran desconcertados, mientras como, casi sin parar. Otra estación de servicios: compro alfajores (me como 2 triples) y una coca zero para que me pegue, porque las cocas me activan como el café. Otra estación en medio de una ruta en construcción: como el resto de los sandwiches.  Y duermo. Duermo. Duermo. A las 21: 05 estamos en la puerta de casa. Nuestra hija nos espera adentro, solita, y cuando nos ve, nos llena de besos. Me tomo una sopa light y me acuesto. Que nadie me joda por unos días. Hasta reponerme.