domingo, 26 de junio de 2011

Números

Ian Stewart en la Historia de las matemáticas imagina que la mera necesidad de contar hizo que algunas culturas desarrollaran estrategias para nombrar cantidades. Así, cree, surgieron los números. Parece que las marcas de cuenta más antiguas descubiertas hasta el momento son las de Lebombo, con 29 muescas grabadas en un hueso de babuino hace 37.000 años de antigüedad, y las de otro hueso de lobo encontrado en la antigua Checoslovaquia, con 57 marcas dispuestas en once grupos de 11 y dos sueltas, de hace unos 30.000 años. Sea como fuere, esa necesidad, la del número como conteo -o expresión de una cantidad- es una obsesión que satura nuestra imaginación en el presente. Ya sean las cifras económicas que llegan de las pantallas o la lista de precios que no paramos de mirar porque debemos calcular la cantidad necesaria para comprar, por ejemplo, ese LCD, o, incluso, un libro de Duchamp en México, los números normativizan nuestras prácticas y nos miden. Social, económica y hasta simbólicamente.
Pero no era eso lo que el Niño C pensaba en el momento de poner un contador en su blog. A esa conclusión llegó después. En ese momento, al contrario, imaginaba sistemas abstractos para rastrear a sus lectores, saber cuándo había uno conectado y cambiarle las palabras de un verso o la versión de un relato apenas lo hubiera leído, de modo que ese lector nunca, jamás, puediera decir que lo había estado leyendo. Cero lectura del Niño C. O lo peor, que de esa operación, el lector no pudiera dejar de leer siempre el mismo texto en versiones diferentes y reproducidas al infinito, sometiéndolo, así, a una especie de masoquismo literario intolerable. Perderlo en la red de su deseo. De ahí que aparecieron las necesidades de los contadores. Comenzó con uno. Le daba una cifra aproximada de la cantidad de visitas por día al blog, más el país de procedencia. Era insuficiente. Nunca podía saber cuándo el texto ese que estaba ahí colgado estaba siendo efectivamente leído. Buscó otro. Lo puso. Solo una cifra verde y gigante. Clickeaba y se habría una pantalla. Aparecían las páginas desde las que se entraba al blog, las visitas nuevas, los linkeos, los buscadores desde donde provenían las visitas y las recurrencias. Pero nunca el nombre, el horario o el momento del lector. Una mierda.
Buscó otro. Uno con un globito terráqueo fluorescente. Y ahí, por lo menos, se dio cuenta de que podía, sí, podía, ver cuándo había uno conectado, cuándo uno estaba leyendo. Perversamente, imaginó maneras de destrozarle el conocimiento último, acabado, de una lectura. Relativamente satisfecho todo. Le cambió (en vivo) todas las palabras.
Aunque casi todo satisfecho. Porque enseguida se dio cuenta. Cuando miró las cifras de conteo de visitas. Nada que ver una con otra. Pero nada. Solo el del globito terráqueo tenía unas diez visitas de diferencia. La otra estaba a más del doble. Y a todo esto, no hubo más de dos horas de distancia entre la instalación de los tres contadores. Imposible arrojar semejantes diferencias.
Entonces, nada más deprimente. ¿Qué carajo medían, al fin de cuentas, estos cositos? Por ejemplo ahora, miren. Uno de los contadores marca 2401 visitas, el otro, 919 y el otro 974. Recordó los parámetros de una de esas páginas: Links, visitas nuevas, recurrentes, páginas. Si lo que medían eran diferentes cosas cada una, con diferentes parámetros, cómo saber, entonces, cuándo efectivamente un puto lector estaba leyendo esta mierda. Imposible. Tal vez, lo que esos marcadores cuentan no sea más que un mero acontecimiento (ese múltiple paradójico): la conexión a una red difuminada en un mapa virtual; pero nunca un lector, ni una lectura. Nunca. No había modo de llegar al lector. Nunca lo hay, porque la verdadera Bestia, una vez que se pone en marcha, hace todo lo posible pata alejar al lector. O pervertirlo. ¿Y entonces, por qué insistir en los contadorcitos? Precisamente, porque no hacen más que señalar, simbólica, social y políticamente, la imposibilidad de cualquier economía (incluso de esa economía de la perversión polimorfa que el Niño C quiere ensayar en vivo) de dominar a la Bestia o de dar cuenta, siquiera someramente, de ella.

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