domingo, 20 de febrero de 2011

AGORAS

(Para los chicos Badebec)

Alguien postuló una Biblioteca de Alejandría cuyos sucesivos incendios dan lugar a un relato donde permanentemente está quemándose. No fue eso lo que vimos anoche cuando asistimos a la proyección del filme español-norteamericanizado Ágora, de Alejandro Amenábar, Premio Goya en 2009 a mejor película, director y guión. Pero tampoco habíamos reparado en eso hasta el final, cuando nos encontramos, en una suerte de rara coincidencia con un profesor y con dos compañeros de aventura.
Yo había salido en una especie de desconcierto ilógico en donde lo único que repetía era: “es maravilloso que justo en este momento, hayamos venido a ver esta película”; y también: “La dirigencia política debería venir a verla”. A F lo vi con el rostro desfigurado de emoción, los ojos colorados, la mirada dispersa. En medio del pasillo, lo veo al profesor y colega y lo saludo. Se refregaba los ojos. Hacía gestos guturales y ademanes de marioneta enojada, como si estuviera manipulado por una ira controlada sólo por la convivencia social. En la puerta se acerca y me dice al oído:
-Yo no sé, tal vez sea yo, pero el cine es un arte que me parece cada vez más banal.
A lo que respondo:
-Pero la película estuvo bien; no fue una obra maestra, pero era correcta.
Acto seguido, respuesta cortés:
–Tal vez debo ser yo, no lo sé.
Mi respuesta cortés:
–Son gustos. A mí me pareció que estuvo bien, si bien hay varias cositas que podrían haberse mejorado.
Mientras, sin decirlo, pensaba: es la formación, yo no estoy formado para el cine -para nada en realidad-, soy un carente, un pobre extremo. Y desde ahí miro -o leo.
Como avancé rápido por la sala, Fabián quedó atrás y vuelvo a buscarlo. En la puerta, un brazo me dice:
–C, ey, ¿qué hacés?
Y veo primero a uno y después, desde el fondo, a otro de mis amigos que salen de la sala. La fila trasera.
–Bueno. Estamos todos acá –acoto.
–Sí –y se ríen.
Ahí termino de reparar en el rostro desfigurado de F. Y entiendo que, al igual que a mí, la película nos emocionó a los dos y de igual manera, aunque, estoy seguro, por cosas diferentes. Pero los chicos estaban decepcionados. Midiendo las palabras. Y lo noté. Terminé de confirmarlo afuera, cuando empezaron las ironías. Entonces, nace El Niño C. Y empieza a notar que en cualquier momento F estalla y mete un poco de púa. Los ojos inquietos. Uno sostiene que otro es especialista en literatura e historia grecolatina y que, por lo mismo, puede decir algo sobre el contenido, si estuvo o no bien. Viene una catarata de ironías para nada sutiles. La primera:
–Bueno, ahora sabemos cómo se quemó la biblioteca.
La segunda: –No entiendo por qué meten una historia de amor con una mina que era casi ascética.
Y la tercera fue una pregunta del Niño C, delatora de su pobreza: –¿Pero el hallazgo de la órbita solar elíptica es una licencia del director, no, porque fue Kepler o me equivoco?
–Obvio, responden todos –inclusive F.
Y entonces, el otro se pone en lugar de especialista en cine y arenga:
–Pero incluso desde lo formal, esa toma del esclavo corriendo es tan, pero tan estereotipada de película de acción de Hollywood. Amenábar pudo haber hecho otra cosa.
C no le responde que no, que en Los otros, por ejemplo, no hay nada más claro de que su mirada es hollywoodense. Entonces, mete su bocadillo provocador:
–Esto es cine norteamericano y yanquee; no se le puede pedir otra cosa.
Los ojos desconcertados y cómplices de los otros. Lo quieren poner y lo ponen en falta:
–Pero si uno mira las películas anteriores de Amenabar, se le pueden pedir otras cosas.
Insisto, el Niño C insiste, sin contrargumentar:
–Es cine de corte comercial yanquee; a mí me parece que estuvo bien y que, por descarte, entre las películas que faltaban, ésta era buena; me gustó, si bien hay alguna estereotipación incómoda de bien y mal que no me gusta, sobre todo hacia el final; pero estamos dentro de los parámetros hollywoodenses.
No les va a decir que vio otras películas de Amenabar para ver adónde llegan, ni tampoco que en esas otras películas, la elección norteamericana ya estaba hecha; incluso desde la lengua inglesa también presente en la filmografía anterior.
F comenzó a largar sus latiguillos:
-Pero la reconstrucción del conflicto entre cristianos, romanos y judíos está muy bien. No podemos negarlo. Se muestran las violencias que van y vienen desde todos lados sostenidas por fundamentalismos o por necesidad de mantener el poder en un lugar. La ocupación romana, la mentira de su elite dirigente a la que lo único que le interesaba era conservar el poder, es clara. Y eso es una reconstrucción de ese primer momento del cristianismo.
Y siguieron las tensiones, hasta insinuar que no había ni contenido histórico ni político, que no aparecía lo verdaderamente histórico en esas escenas, salvo como un fondo, un mero contexto. Entonces, F no se contuvo:
– Bueno, tampoco nos vamos a poner el lugar de los súper críticos para ver una película yanquee porque no lo somos.
Lo miran al unísono. Le dicen sin decir que él no lo es y me miran y dicen que yo debería serlo y ponerme de su lado, entender lo que decían. Y no. Ya no da para más. El Niño C decide emprender la retirada, antes de que se arme la hecatombe. Vamos, le dice a F. Y salen.
Se queda pensando en las posiciones -eruditas, formalistas, elitistas-, en las escenas, en el estado anímico de F y en el suyo. En la situación emotiva que hizo que esa película, hoy, para uno y otro, haya sido una película de disfrute, de deseo; pero que, sometida a los ojos de los especialistas, en artes diversas, primero, en contenidos históricos y en forma cinematográfica, después, haya provocado otras lecturas y hasta deceptivas. Y reconoce que algo de razón tienen, pero él ya lo había dicho, no era una obra maestra, no. Había otra cosa. Una potencialidad micropolítica y afectiva que desbordaba la película y que le despertaba una especie de Bestia adentro, hasta sofocarlo con ideas, con reflexiones -tal vez banales- sobre el presente y sobre su historia insignificante. Era eso. De alguna manera, como un código emocional, esa película resemantizaba el presente.
No solo la historia de amor y su tonta identificación con la protagonista –con esa mujer que le hubiera encantado ser tal y como en la película (sin importarle un carajo la hiperfabulación o no de la versión). No solo eso. Había una escenificación en la toma de la plaza romana por parte de los cristianos, una extraña coincidencia con lo que pasaba en Buenos Aires. En Soldati. Con los ocupas manipulados por las distintas burguesías y por las diferentes luchas para controlar ese poder desestabilizador del otro excluído. Las discusiones nacionales en esos días se debatían en si había o no que reprimir. Salir a cagar a palos a esos extranjeros usurpadores de lo nuestro y, si era necesario, rociarlos con nafta desde un avión y prenderlos fuego (algo que se encargan de declarar muchos en las pantallas que quieren hacer con las villas). Y las burguesías rurales-conservadoras y populistas-progresistas disputándose responsabilidades. La película ponía en primer plano la toma de un espacio público romano -El agora- por un grupo de cristianos. Y también señalaba las consecuencias de un intento de desalojo violento. La pendiente del crimen, de la violencia, ahí en esa película. Esa que una vez desatada, no iba a frenarse, iba a crecer hasta arrasarlo todo, la biblioteca, los papiros, la tranquilidad de las burguesías y la del mismo pueblo. En definitiva, el caos que muchos necesitaban (incluso, que generaban) y que otros temían en las exposiciones mediáticas del poder por esos días.
Y hasta había algo más raro en la película. Si bien el corte era comercial-norteamericano, puesto que desde la misma temática se traía a luz un conflicto en una zona cercana –o conectada– al Medio Oriente -temática ideológicamente recurrente en el cine comercial yanquee desde el 11 de septiembre. Pero que portaba algo así como una advertencia en sus representaciones al Imperio. Todo Imperio, parecía indicar la película, tarde o temprano, atraviesa momentos que lo ponen en jaque y si desata la violencia sobre un territorio, la misma no podrá frenarse, hasta volverse contra el mismo Imperio y arrasar aquello que tiene de más simbólico: su Biblioteca, su cultura. Era un doble mensaje, cínico y ambigüo, que volvía a discutir con el presente de la política devastadora norteamericana en Medio Oriente. Por un lado, era una advertencia, casi una enseñanza ética que servía para los dos lados. Porque al tiempo que evidenciaba el poder de la violencia, otorgaba respuestas y herramientas para frenarla y, con ello, para aplacar los ánimos con una táctica opuesta a la del poder en la película: con la proclamada no violencia, con la política anti-represión (no quremos, yo y el Niño C, decir democratización o pacificación o desalojo no violento).
Y ahí había un ángulo afectivo-reflexivo en la película que permitía complejizar y repensar en el doble discurso que se maneja desde las elites dirigentes nacionales para frenar la reacción del Otro-Bestia desposeído. Cuando dos poderes se disputan el Poder, tanto el aliento de la represión y la defensa de la no represión no dejan jamás de ser dos modos de operar en beneficio propio ante el poder desestabilizador del Otro-Bestia desposeída. Pero eso no implicaba, bajo ningún punto de vista, que cualquier estrategia diera lo mismo. Porque la película era clara: es en vano que el Otro-Bestia devenga mártir, que termine golpeado o muerto (reprimido), porque eso implicará que, a su costa, uno de los dos poderes gane y no precisamente el que, aunque para beneficio propio, pudo pensarlo como igual, como humano. Claro que la victoria absoluta -la redención, podríamos decir- nunca es del Otro-Bestia (siempre víctima-victimario de las disputas por el poder); pero aún así... ¿se puede seguir sosteniendo, como lo hacen algunos marxistas ortodoxos, que es lo mismo cualquier posición de las elites dirigentes?
Por todas esas bestialidades que venían y atormentaban con dudas y posicionamientos y más dudas y el temor, siempre, de estar equivocado; un verdadero núcleo de afectos-reflexiones y éticas que vehiculizaba la película en ese ahora, lugar y en la historia de C y de F (también una love story), por todo eso emergía -enorme y en carteles obsesivos luminosos- una incógnita y una puesta en duda de los sistemas de valoración del arte. Por un lado, evidenciaba que lo afectivo y micro había sido dejado de lado por los especialistas en los modos de estructuración del gusto y de la emisión de juicios estéticos lapidarios. Dejaba de lado, de alguna manera, eso que Alberto Giordano denomina la “heterogeneidad de la experiencia estética”; un olvido que implica que muchos de los que se llaman profesionales de la crítica o de la literatura elaboren sus juicios sin permitirse ver los aspectos contradictorios que anidan, incluso, en aquellas obras que pueden tildarse de basura desde algunos ángulos de valoración. La valoración no es unívoca y siempre mantiene dimensiones múltiples que se superponen y que se escapan del juicio crítico lapidario, seco, que no puede hacer más que afirmar o negar algo. La valoración es conflictiva si reunimos todos los ángulos -y eso nunca se puede, porque siempre queda un resto, o un abismo, inaprensible. El Niño C entiende que, más allá de las apreciaciones que pueden haber sido correctas sobre la película por parte de sus colegas, se les escapó la situación emotiva en la que esa película se estrenaba y lo que ella implicaba en un contexto social-afectivo y micropolítico y que allí, en ese componente de la valoración, había elementos que permitían desalienarse, incluso, de la lógica comercial-imperialista de ese tipo de cine, disparando la duda sobre la vida y el arte, como lo querían las vanguardias históricas.

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