martes, 13 de diciembre de 2011

La Tía

A Alejandrina Cirila Filomena Martinez
nuestra má

Le pusieron el vestidito con flores negras sobre un fondo blanco
ella parece no estar
dicen que se fue se cortó desconectó profundo
¿pero la gente se va
¿desaparece
¿o qué
¿qué mierda es la muerte
¿una cruz iluminada
¿el cajón con un perfume berreta
¿el salario del cura que dice trabajar sin trabajar
¿el rosario de los feligreses
¿o los llantos de la má de la nona de la chuchi de todos
¿qué
por ahora no lo sabremos
pero sí que la Tía se murió
de hambre y de sed
porque hace veinte días que no
solo suero
y ni nos reconocía
con los ojos vidriosos perdidos
a pesar

del nuestro
y de las mamaderas que nos dio a todos
la Tía Chichina Chichinola
suspiró mientras intentaban darle el yogurt que no podía ni tragar

Tal vez la muerte sea
eso
la interrupción mecánica de la posibilidad
o la cara hinchada con unos puntos toscos en la comisura de los labios

Y ahora
si ella no está
y se fue -como aseguran-
será a lo mejor nuestra Santa Gilda de los cielos
y su voz irreproducible se quedará
cantándonos en los oídos canciones de cuna
y el escenario será gigante
y todos aplaudiremos el espectáculo
de coreografías y escenografías impactantes
mientras las luces caerán en rayos de colores sobre nuestro dolor
para alegrarnos
-como siempre-
la poca vida que nos dieron

y si no
si ella no está y no se fue
apenas cierren la tapa y la dejen en el fondo
su imagen se borrará
como su cuerpo en el tiempo

y a lo mejor ni eso
porque puede ser que como quisiéramos
se haya encontrado con él
y después de diecisiete años
le toque el pelo sobre la mesa de la cocina a través de la ventana con olor a tuco
y el reencuentro entre nubecitas de cotillón
nucleará a conocidos y desconocidos en la gran comilona de la Tía madre
que estará de fiesta

pero esto es pura imaginación
porque ella -o lo que quedó
está ahí
tiesa con su vestidito de flores negras
y nosotros a su alrededor
como los acordes que acompañan una canción triste
mientras se termina la pista y se apaga la voz.

viernes, 2 de diciembre de 2011

El colibrí - avance de la novelita

El paisaje parecía un elástico tornasolado. Apenas convulsionado por un oleaje leve que se sometía a un ritmo de flujos y reflujos que sin embargo avanzaba siempre. Por eso, toda vez y ninguna nos mojamos en el mismo río. Todo era plenitud de vacío. Porque el silencio llegaba a través de las luces de las cavernas que se derramaban sobre las barrancas. Las ciudades estaban ahí inmóviles para la visión, pero tan móviles en las respiraciones sincrónicas de sus habitantes que lo único que podía sentir era una contradicción profunda que devino angustia. Como un túnel en la soledad de la noche flúor. El camión tenía leves descensos para mantener las coordenadas del vuelo. A veces, nos cruzábamos con algún que otro viajero nocturno y eso era como un alivio que duraba segundos. Un chisporroteo. Digamos, unos breves instantes desde que el puntito de luz se tornaba colectivo, camión o auto y pasaba por el costado, allá lejos, flotando sobre el río. Después nada. Y entonces el tablero se encendió de golpe y la voz de Maldoror comenzó a cantarnos la justa:

-No hay nada mejor que el sexo para la depresión en el viaje. Los Señores recomiendan que baje en el próximo colibrí. Allí hay mujeres majestuosas y pendejas calentonas. Usted quedará aliviado y evitará un suicidio inconsciente por la sensación melancólica de una pérdida que no existe. Después de todo, su infancia, buena o mala, siempre viaja con usted.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El miedo

A Irina y Mariana

Siempre estuvo en los patios
porque de noche sus presencias andaban lo oscuro
un hombre de fuego abanicando sus brazos mutantes
así
cuando despertaste aquella mañana a los cuatro años
y nunca miraste ni mirás las ventanas
a pesar de las lunas
todos los vidrios pueden dar cuenta de que eso está esperándote
y no tiene nombre
y no se muestra
pero ahora está acá
quiero cegarme
y no puedo
a pesar de hincarme los ojos como Edipo
eso se pliega alrededor como una sombra envolvente.

sábado, 26 de noviembre de 2011

La Tía Tere


Cuando la mirábamos creíamos en sus superpoderes
nosotros siempre supimos
que ella por las noches era La mujer maravilla
no tenía lazos ni aviones invisibles
pero toda vez
cada vez que venía desde Córdoba
ella traía una magia de delirios
y nosotros caíamos bajo su hipnosis
o también
cuando nos hacía recorrer los caminitos de las sierras
en su auto transparente
nos hundíamos en arroyos imaginarios
en medio de la risa que no paraba porque ella
ya se había transformado
oh, en la mujer maravilla sudamericana
con sonrisas estridentes y ojos de felicidad triste
con sus manos su cariño y su amor a pesar de las desgracias
oh, en mujer eternamente de vientres abandonados
y necesidades perennes
oh, en mujer que no cruza lagos con guijarros en la cabeza
pero sí
se la pasa de guardias en guardias hospitalarias policiales por sus críos
oh, Tere maravilla
tenés que saber que muchas veces
fuiste una de las alegrías de la infancia
y quizá hasta nuestra heroína favorita.



viernes, 25 de noviembre de 2011

BENEFICENCIA

La má quedó asombrada frente al plasma
nuestros ojos brillosos por el universo chato inalcanzable de infinito
y que titilaba estrellitas a su alrededor
porque de acá no nos movemos
si hay que quedarse en garantía yo me quedo
prendo el aire y miramos tele en HQ toda la noche
para eso existe la beneficencia
no para lo del contador
que dijo la cirugía cuesta trece mil pesos
pero ustedes solo el descartable
sin embargo
¡siempre el sin embargo delator!
ustedes van a tener que firmar
firmar
una declaración de pobreza
faltaba nomás
faltaba
la pregunta molesta
porque como si uno no tuviera suficiente ya
¿no les importa, no, firmar que nosotros les hacemos una atención?
¿no los avergüenza, eh?
NO
dijimos secos al unísono
para eso vinimos
para exprimirlos como naranjas con nuestras carencias de clase
y le aclaro
yo me quedo firmo hago lo que quiera
pero lo que quiera
como un arrastrado arrastradito
y el contador con su sonrisa de buenito y sus ojitos brillosos
ante el bien cumplido
y nosotros con el pá en pleno quirófano
hipnotizados con La Mole Moli
en la Mañana de Córdoba
y fresquitos
¡tanto!
que tuvimos que apagar el aire.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Niños

A veces, conviven tantos niños adentro. Quieren salir y no podemos contenerlos. Aparecen en el cuero como bestias que lo dominan todo, que juegan a sus perversiones infantiles como impulsos nerviosos. Él, su Mazzinger favorito. Como una marioneta. El simulacro-medio que los contiene a todos y al que ellos manipulan (esquizofrénicamente). Hoy, por ejemplo, salieron tres Niños al hilo. Y le dije que era necesario pensar si no tenía que ir al psicólogo. Fue raro. Un día de síntomas de pariciones de esos Niños con sus garras filosas. Primero, llegó el Niño Paranoico. Era un pendejito azul y caprichoso que se calentó por dos o tres palabras que no le cuadraron. Y hasta el delirio de secar la piel con cicatrices. Tan seco se quedó que inventó un papel miserabilista para sí mismo y se puso a actuarlo: se sintió perseguido por un mundo golpeador -como un padre golpeador- que lo acosaba en sus sueños, mientras se moría con un critter en su vientre. Y ese pibito lo siguió ante el espejo, en el baño, en el chat, por todos lados, con su ira. Hasta le tiró los pelos. En un momento, le pegó una piña en el estómago que lo hizo vomitar otro niño con la bilis negra chorreando en las pestañas. No levantaba su visión de la tierra. Y le ató una cadena a la nuca que le hundió la cabeza en el pecho. Los ojos también al suelo. Lo arrastró como un ganado por la calle y por las raspaduras salió una bestia más: El Niño Suicidio. Mientras el Niño Paranoico lo pateaba, el Niño Bilis lo arrastraba hasta el shopping y el otro, ahora, se paraba a insuflarle las orejas. Cuando subieron las escaleras mecánicas lo sostuvieron en las barandas del primer piso. Un sudor frío -a chorros- empezó a mojarle la poca ropa sana que le quedaba. La gente pasaba y se reía del espectáculo. El grandulón cara de orto maltratado por los pendejitos. Y ahí, de tanto que escuchaba en sus oídos, sobrevino la sensación de una carencia enorme. Y en un momento, las ganas descontroladas de tirarse al vacío desde su propio vacío hipnotizado por la escalera mecánica y su monotonía poética. Pero no fue así. Al contrario. En un acto mágico, el valiente fue el Niño Suicidio. Los piecitos serpenteando en la baranda, los brazos abiertos como un pájaro sin plumas, la sonrisa a punto de llegar. El Niño Suicidio era el único que podía consumar un deseo que él nunca consumaría y lo vio caer, mientras la gente aplaudía. Y cuando los otros Niños lo golpeaban tanto y le tiraban tanto la cabeza hacia la tierra, imaginó que también había tocado el suelo. Tranquilidad.

jueves, 13 de octubre de 2011

CUERPO

Si el cuerpo fuera solo eso que Deleuze dice que es: un âgon de fuerzas activas y reactivas en subordinación. Si fuera eso, por lo menos, le daría fuerzas para transformarlo. Pero no. Eso es meramente una construcción teórica, una metáfora de vaya uno a saber qué (¿del poder? ¿del poder de qué?); pero para nada fructífera -recién ahora me doy cuenta-, porque la fuerza del cuerpo es unidireccional y muy pocas -poquísimas veces- podemos escapar de su organicidad, de su fatum -lo único que hacemos, de hecho, es tratar de modificarlo, pero siempre él impone qué modificar, no nos la creamos.
Por eso, la coincidencia del significante de esa metáfora y el significado de nuestro uso cotidiano no es lineal. El Niño C lo sabe porque: desde hace más de cinco años tiene que tomar todos los días, apenas se levanta, una pastillita para que la hormona no le atrofie las glándulas del cuello, y esperar una horita para desayunar (¡y no se le vaya a ocurrir hacerlo antes de esa horita, porque la pastillita no hace efecto); además, el Niño C debe cuidarse estrictamente en sus comidas, porque si no, a razón del aumento de un kilo por día -tal y como lo predestina su metabolismo si come como una persona normal- en menos de tres años llega a la tonelada (si llega); por eso, también, debe correr y hacer ejercicio casi dos horas diarias, de lunes a viernes (¡y guarda con faltar un día porque al otro, tiene un kilo demás); también, a no olvidarse, el Niño C tiene que podarse periódicamente porque si no puede llegar a ser el Tío Cosa de los Locos Adams (efectos colaterales de la hormona que toma todas las mañanas y que le hace crecer el pelo corporal sin pausa); no puede tomar mucho sol, porque la mancha de su espalda -esa por la cual quedó pelado como un chancho- puede ser cancerígena y ahora, ¡warning!, tiene que convivir con un mutante que le crece en el escroto. ¡Genial! Las metáforas, la escritura, el lenguaje y sus teorías, con el cuerpo, no sirven para una bosta. Es más, son todos nocivos de tan hipócritas, de tan etéreos.

domingo, 26 de junio de 2011

Números

Ian Stewart en la Historia de las matemáticas imagina que la mera necesidad de contar hizo que algunas culturas desarrollaran estrategias para nombrar cantidades. Así, cree, surgieron los números. Parece que las marcas de cuenta más antiguas descubiertas hasta el momento son las de Lebombo, con 29 muescas grabadas en un hueso de babuino hace 37.000 años de antigüedad, y las de otro hueso de lobo encontrado en la antigua Checoslovaquia, con 57 marcas dispuestas en once grupos de 11 y dos sueltas, de hace unos 30.000 años. Sea como fuere, esa necesidad, la del número como conteo -o expresión de una cantidad- es una obsesión que satura nuestra imaginación en el presente. Ya sean las cifras económicas que llegan de las pantallas o la lista de precios que no paramos de mirar porque debemos calcular la cantidad necesaria para comprar, por ejemplo, ese LCD, o, incluso, un libro de Duchamp en México, los números normativizan nuestras prácticas y nos miden. Social, económica y hasta simbólicamente.
Pero no era eso lo que el Niño C pensaba en el momento de poner un contador en su blog. A esa conclusión llegó después. En ese momento, al contrario, imaginaba sistemas abstractos para rastrear a sus lectores, saber cuándo había uno conectado y cambiarle las palabras de un verso o la versión de un relato apenas lo hubiera leído, de modo que ese lector nunca, jamás, puediera decir que lo había estado leyendo. Cero lectura del Niño C. O lo peor, que de esa operación, el lector no pudiera dejar de leer siempre el mismo texto en versiones diferentes y reproducidas al infinito, sometiéndolo, así, a una especie de masoquismo literario intolerable. Perderlo en la red de su deseo. De ahí que aparecieron las necesidades de los contadores. Comenzó con uno. Le daba una cifra aproximada de la cantidad de visitas por día al blog, más el país de procedencia. Era insuficiente. Nunca podía saber cuándo el texto ese que estaba ahí colgado estaba siendo efectivamente leído. Buscó otro. Lo puso. Solo una cifra verde y gigante. Clickeaba y se habría una pantalla. Aparecían las páginas desde las que se entraba al blog, las visitas nuevas, los linkeos, los buscadores desde donde provenían las visitas y las recurrencias. Pero nunca el nombre, el horario o el momento del lector. Una mierda.
Buscó otro. Uno con un globito terráqueo fluorescente. Y ahí, por lo menos, se dio cuenta de que podía, sí, podía, ver cuándo había uno conectado, cuándo uno estaba leyendo. Perversamente, imaginó maneras de destrozarle el conocimiento último, acabado, de una lectura. Relativamente satisfecho todo. Le cambió (en vivo) todas las palabras.
Aunque casi todo satisfecho. Porque enseguida se dio cuenta. Cuando miró las cifras de conteo de visitas. Nada que ver una con otra. Pero nada. Solo el del globito terráqueo tenía unas diez visitas de diferencia. La otra estaba a más del doble. Y a todo esto, no hubo más de dos horas de distancia entre la instalación de los tres contadores. Imposible arrojar semejantes diferencias.
Entonces, nada más deprimente. ¿Qué carajo medían, al fin de cuentas, estos cositos? Por ejemplo ahora, miren. Uno de los contadores marca 2401 visitas, el otro, 919 y el otro 974. Recordó los parámetros de una de esas páginas: Links, visitas nuevas, recurrentes, páginas. Si lo que medían eran diferentes cosas cada una, con diferentes parámetros, cómo saber, entonces, cuándo efectivamente un puto lector estaba leyendo esta mierda. Imposible. Tal vez, lo que esos marcadores cuentan no sea más que un mero acontecimiento (ese múltiple paradójico): la conexión a una red difuminada en un mapa virtual; pero nunca un lector, ni una lectura. Nunca. No había modo de llegar al lector. Nunca lo hay, porque la verdadera Bestia, una vez que se pone en marcha, hace todo lo posible pata alejar al lector. O pervertirlo. ¿Y entonces, por qué insistir en los contadorcitos? Precisamente, porque no hacen más que señalar, simbólica, social y políticamente, la imposibilidad de cualquier economía (incluso de esa economía de la perversión polimorfa que el Niño C quiere ensayar en vivo) de dominar a la Bestia o de dar cuenta, siquiera someramente, de ella.

viernes, 27 de mayo de 2011

Sobre la gorrita

Salía a correr, así de simple y de complejo. Toda la tarde sentado frente a la computadora. Consumido por un teclado de letras. Ahora, se iba a despejar lo que ya había sido saturado. A sacarlo del cuerpo. Pero no. Primero vi la gorrita tirada enfrente de las escaleras. Delante de una bolsa de basura que habían dejado en la vereda y que se veía, negra, del otro lado de la puerta a través de las rejas. Es cierto, primero no distinguí que era una gorra. Pensé que era un trapo que se había salido de la bolsa o algo por el estilo. Apenas se distinguía una voz que confundí con la de un chico jugando. Lejana. Pero cuando abrí la puerta, la voz se hizo imagen y no, no caí en la realidad, sino que fue como una especie de sacudón, así de una, en un golpe que vino hacia los ojos llevando el rostro y el cuerpo hacia una inercia desconcertada. La gente corría. Una mujer lloraba con unos papeles en la mano. Se tapaba la boca y corría. Todas las mujeres corrían y los hombres se amontonaban adelante de la voz que gritaba con profundidad desesperada. Y ahora, los tipos lo agarraban a patadas en el suelo al pibe que habían cazado. Hijos de puta, vitoreaban las mujeres. Habría que matarlos a todos, decía uno de los chicos de la cuadra. Otro, llegó a decir que qué raro que tenga gorrita, mirá dónde le quedó, hijo de puta. Uno, le llevó los brazos hacia atrás, comenzó a pisarle las manos en las espalda, hasta que se le subió en cuclillas arriba. Otro le apretaba más la cabeza contra el suelo. Más y más vecinos salían. Corrían, llamaban por teléfono. Nerviosos. La mujer victimada lloraba sin parar. El pibe no daba más, pero seguía gritando, como si supiera lo que venía después, seguía, sí, a pesar de las patadas, mientras adelante aparecía el patrullero. Lo levantaron de un sacudón, de los pelos, los vecinos y sus redentores policías, que como es época de elecciones, aparecieron en menos de cinco minutos (típico comportamiento socialista: todo funciona a la perfección cinco meses antes de los votos). El pibe se desgarraba del dolor, las venas hinchadas, azuladas, como si lo hubieran violado otra vez, sí, como aquella vuelta. Mientras empezaban los aplausos y los ojos satisfechos de los vecinos y los pechos henchidos de los señores justicieros.
Hay que haber estado en los dos lados, para sentir lo que el Niño C esa noche. El sacudón fue más que contundente, fue un nudo para una miríada de acontecimientos. La matrería que los alimentó cuando chicos, la frase esa que gritaba el pibe en el suelo, esa que busca justificar la otra ley, que tantas veces había oído (porque acá, ahora, en esta cuadra, nadie entiende que robar para comer es legal, nadie sabe detectar un sufrimiento auténtico -el del pibe- de uno fingido, como él sí sabe), su hermana diciendo que no va a comer carne que no sea comprada en la carnicería, porque esa tiene otro gusto, los hijos del pobre pibe que quién sabe cómo estarán, el pá redimido de su pasado de Moreira. Nadie entiende. No. Sólo él.
Pero lo peor es que comprende también la otra lógica. Y hasta puede justificarla. Esa de la que lo han hecho formar parte. Los vecinos llorando alrededor de la mujer victimada, su miedo, la desesperación del marido, la injusticia a que otro le saque aquello para lo que decidió esclavizarse un mes; eso, sobre todo eso, mientras el hijo de puta no hizo nada y en un segundo se apropió de la paga por pactar con el sistema, por el sometimiento a perder la vida en un trabajo -algo que él está comprendiendo cada vez como el verdadero problema de la humanidad: seguir sustentando como valor supremo el trabajo y su rédito en dinero. Entiende también el miedo de los amigos de la mujer, de los hijos que la abrazan llorando como si hubiera vuelto de la muerte. Pero es terrible, la verdad, sí. Lo terrible es la gorrita tirada-doblada en la vereda y ese sacudón después de la puerta, toda esa escena que se ha desarrollado ahí, porque lo único que uno puede asimilar es la distancia inasible e insuperable entre esos dos mundos y él, el único sumido en la contradicción del dolor por partida doble. En el medio.

domingo, 20 de febrero de 2011

AGORAS

(Para los chicos Badebec)

Alguien postuló una Biblioteca de Alejandría cuyos sucesivos incendios dan lugar a un relato donde permanentemente está quemándose. No fue eso lo que vimos anoche cuando asistimos a la proyección del filme español-norteamericanizado Ágora, de Alejandro Amenábar, Premio Goya en 2009 a mejor película, director y guión. Pero tampoco habíamos reparado en eso hasta el final, cuando nos encontramos, en una suerte de rara coincidencia con un profesor y con dos compañeros de aventura.
Yo había salido en una especie de desconcierto ilógico en donde lo único que repetía era: “es maravilloso que justo en este momento, hayamos venido a ver esta película”; y también: “La dirigencia política debería venir a verla”. A F lo vi con el rostro desfigurado de emoción, los ojos colorados, la mirada dispersa. En medio del pasillo, lo veo al profesor y colega y lo saludo. Se refregaba los ojos. Hacía gestos guturales y ademanes de marioneta enojada, como si estuviera manipulado por una ira controlada sólo por la convivencia social. En la puerta se acerca y me dice al oído:
-Yo no sé, tal vez sea yo, pero el cine es un arte que me parece cada vez más banal.
A lo que respondo:
-Pero la película estuvo bien; no fue una obra maestra, pero era correcta.
Acto seguido, respuesta cortés:
–Tal vez debo ser yo, no lo sé.
Mi respuesta cortés:
–Son gustos. A mí me pareció que estuvo bien, si bien hay varias cositas que podrían haberse mejorado.
Mientras, sin decirlo, pensaba: es la formación, yo no estoy formado para el cine -para nada en realidad-, soy un carente, un pobre extremo. Y desde ahí miro -o leo.
Como avancé rápido por la sala, Fabián quedó atrás y vuelvo a buscarlo. En la puerta, un brazo me dice:
–C, ey, ¿qué hacés?
Y veo primero a uno y después, desde el fondo, a otro de mis amigos que salen de la sala. La fila trasera.
–Bueno. Estamos todos acá –acoto.
–Sí –y se ríen.
Ahí termino de reparar en el rostro desfigurado de F. Y entiendo que, al igual que a mí, la película nos emocionó a los dos y de igual manera, aunque, estoy seguro, por cosas diferentes. Pero los chicos estaban decepcionados. Midiendo las palabras. Y lo noté. Terminé de confirmarlo afuera, cuando empezaron las ironías. Entonces, nace El Niño C. Y empieza a notar que en cualquier momento F estalla y mete un poco de púa. Los ojos inquietos. Uno sostiene que otro es especialista en literatura e historia grecolatina y que, por lo mismo, puede decir algo sobre el contenido, si estuvo o no bien. Viene una catarata de ironías para nada sutiles. La primera:
–Bueno, ahora sabemos cómo se quemó la biblioteca.
La segunda: –No entiendo por qué meten una historia de amor con una mina que era casi ascética.
Y la tercera fue una pregunta del Niño C, delatora de su pobreza: –¿Pero el hallazgo de la órbita solar elíptica es una licencia del director, no, porque fue Kepler o me equivoco?
–Obvio, responden todos –inclusive F.
Y entonces, el otro se pone en lugar de especialista en cine y arenga:
–Pero incluso desde lo formal, esa toma del esclavo corriendo es tan, pero tan estereotipada de película de acción de Hollywood. Amenábar pudo haber hecho otra cosa.
C no le responde que no, que en Los otros, por ejemplo, no hay nada más claro de que su mirada es hollywoodense. Entonces, mete su bocadillo provocador:
–Esto es cine norteamericano y yanquee; no se le puede pedir otra cosa.
Los ojos desconcertados y cómplices de los otros. Lo quieren poner y lo ponen en falta:
–Pero si uno mira las películas anteriores de Amenabar, se le pueden pedir otras cosas.
Insisto, el Niño C insiste, sin contrargumentar:
–Es cine de corte comercial yanquee; a mí me parece que estuvo bien y que, por descarte, entre las películas que faltaban, ésta era buena; me gustó, si bien hay alguna estereotipación incómoda de bien y mal que no me gusta, sobre todo hacia el final; pero estamos dentro de los parámetros hollywoodenses.
No les va a decir que vio otras películas de Amenabar para ver adónde llegan, ni tampoco que en esas otras películas, la elección norteamericana ya estaba hecha; incluso desde la lengua inglesa también presente en la filmografía anterior.
F comenzó a largar sus latiguillos:
-Pero la reconstrucción del conflicto entre cristianos, romanos y judíos está muy bien. No podemos negarlo. Se muestran las violencias que van y vienen desde todos lados sostenidas por fundamentalismos o por necesidad de mantener el poder en un lugar. La ocupación romana, la mentira de su elite dirigente a la que lo único que le interesaba era conservar el poder, es clara. Y eso es una reconstrucción de ese primer momento del cristianismo.
Y siguieron las tensiones, hasta insinuar que no había ni contenido histórico ni político, que no aparecía lo verdaderamente histórico en esas escenas, salvo como un fondo, un mero contexto. Entonces, F no se contuvo:
– Bueno, tampoco nos vamos a poner el lugar de los súper críticos para ver una película yanquee porque no lo somos.
Lo miran al unísono. Le dicen sin decir que él no lo es y me miran y dicen que yo debería serlo y ponerme de su lado, entender lo que decían. Y no. Ya no da para más. El Niño C decide emprender la retirada, antes de que se arme la hecatombe. Vamos, le dice a F. Y salen.
Se queda pensando en las posiciones -eruditas, formalistas, elitistas-, en las escenas, en el estado anímico de F y en el suyo. En la situación emotiva que hizo que esa película, hoy, para uno y otro, haya sido una película de disfrute, de deseo; pero que, sometida a los ojos de los especialistas, en artes diversas, primero, en contenidos históricos y en forma cinematográfica, después, haya provocado otras lecturas y hasta deceptivas. Y reconoce que algo de razón tienen, pero él ya lo había dicho, no era una obra maestra, no. Había otra cosa. Una potencialidad micropolítica y afectiva que desbordaba la película y que le despertaba una especie de Bestia adentro, hasta sofocarlo con ideas, con reflexiones -tal vez banales- sobre el presente y sobre su historia insignificante. Era eso. De alguna manera, como un código emocional, esa película resemantizaba el presente.
No solo la historia de amor y su tonta identificación con la protagonista –con esa mujer que le hubiera encantado ser tal y como en la película (sin importarle un carajo la hiperfabulación o no de la versión). No solo eso. Había una escenificación en la toma de la plaza romana por parte de los cristianos, una extraña coincidencia con lo que pasaba en Buenos Aires. En Soldati. Con los ocupas manipulados por las distintas burguesías y por las diferentes luchas para controlar ese poder desestabilizador del otro excluído. Las discusiones nacionales en esos días se debatían en si había o no que reprimir. Salir a cagar a palos a esos extranjeros usurpadores de lo nuestro y, si era necesario, rociarlos con nafta desde un avión y prenderlos fuego (algo que se encargan de declarar muchos en las pantallas que quieren hacer con las villas). Y las burguesías rurales-conservadoras y populistas-progresistas disputándose responsabilidades. La película ponía en primer plano la toma de un espacio público romano -El agora- por un grupo de cristianos. Y también señalaba las consecuencias de un intento de desalojo violento. La pendiente del crimen, de la violencia, ahí en esa película. Esa que una vez desatada, no iba a frenarse, iba a crecer hasta arrasarlo todo, la biblioteca, los papiros, la tranquilidad de las burguesías y la del mismo pueblo. En definitiva, el caos que muchos necesitaban (incluso, que generaban) y que otros temían en las exposiciones mediáticas del poder por esos días.
Y hasta había algo más raro en la película. Si bien el corte era comercial-norteamericano, puesto que desde la misma temática se traía a luz un conflicto en una zona cercana –o conectada– al Medio Oriente -temática ideológicamente recurrente en el cine comercial yanquee desde el 11 de septiembre. Pero que portaba algo así como una advertencia en sus representaciones al Imperio. Todo Imperio, parecía indicar la película, tarde o temprano, atraviesa momentos que lo ponen en jaque y si desata la violencia sobre un territorio, la misma no podrá frenarse, hasta volverse contra el mismo Imperio y arrasar aquello que tiene de más simbólico: su Biblioteca, su cultura. Era un doble mensaje, cínico y ambigüo, que volvía a discutir con el presente de la política devastadora norteamericana en Medio Oriente. Por un lado, era una advertencia, casi una enseñanza ética que servía para los dos lados. Porque al tiempo que evidenciaba el poder de la violencia, otorgaba respuestas y herramientas para frenarla y, con ello, para aplacar los ánimos con una táctica opuesta a la del poder en la película: con la proclamada no violencia, con la política anti-represión (no quremos, yo y el Niño C, decir democratización o pacificación o desalojo no violento).
Y ahí había un ángulo afectivo-reflexivo en la película que permitía complejizar y repensar en el doble discurso que se maneja desde las elites dirigentes nacionales para frenar la reacción del Otro-Bestia desposeído. Cuando dos poderes se disputan el Poder, tanto el aliento de la represión y la defensa de la no represión no dejan jamás de ser dos modos de operar en beneficio propio ante el poder desestabilizador del Otro-Bestia desposeída. Pero eso no implicaba, bajo ningún punto de vista, que cualquier estrategia diera lo mismo. Porque la película era clara: es en vano que el Otro-Bestia devenga mártir, que termine golpeado o muerto (reprimido), porque eso implicará que, a su costa, uno de los dos poderes gane y no precisamente el que, aunque para beneficio propio, pudo pensarlo como igual, como humano. Claro que la victoria absoluta -la redención, podríamos decir- nunca es del Otro-Bestia (siempre víctima-victimario de las disputas por el poder); pero aún así... ¿se puede seguir sosteniendo, como lo hacen algunos marxistas ortodoxos, que es lo mismo cualquier posición de las elites dirigentes?
Por todas esas bestialidades que venían y atormentaban con dudas y posicionamientos y más dudas y el temor, siempre, de estar equivocado; un verdadero núcleo de afectos-reflexiones y éticas que vehiculizaba la película en ese ahora, lugar y en la historia de C y de F (también una love story), por todo eso emergía -enorme y en carteles obsesivos luminosos- una incógnita y una puesta en duda de los sistemas de valoración del arte. Por un lado, evidenciaba que lo afectivo y micro había sido dejado de lado por los especialistas en los modos de estructuración del gusto y de la emisión de juicios estéticos lapidarios. Dejaba de lado, de alguna manera, eso que Alberto Giordano denomina la “heterogeneidad de la experiencia estética”; un olvido que implica que muchos de los que se llaman profesionales de la crítica o de la literatura elaboren sus juicios sin permitirse ver los aspectos contradictorios que anidan, incluso, en aquellas obras que pueden tildarse de basura desde algunos ángulos de valoración. La valoración no es unívoca y siempre mantiene dimensiones múltiples que se superponen y que se escapan del juicio crítico lapidario, seco, que no puede hacer más que afirmar o negar algo. La valoración es conflictiva si reunimos todos los ángulos -y eso nunca se puede, porque siempre queda un resto, o un abismo, inaprensible. El Niño C entiende que, más allá de las apreciaciones que pueden haber sido correctas sobre la película por parte de sus colegas, se les escapó la situación emotiva en la que esa película se estrenaba y lo que ella implicaba en un contexto social-afectivo y micropolítico y que allí, en ese componente de la valoración, había elementos que permitían desalienarse, incluso, de la lógica comercial-imperialista de ese tipo de cine, disparando la duda sobre la vida y el arte, como lo querían las vanguardias históricas.