viernes, 26 de noviembre de 2010

XVII. Viajes

Mientras la ruta pasa por el costado, el Niño C mira las fotos de la cordillera, de Buenos Aires inmenso en la noche de un atardecer con tormentas mientras descendían en Ezeiza, se acuerda del tipo de Van travel que se perdió en el aeropuerto una hora cuarenta y cinco minutos, que luego no embocaba el peaje manual cerca de Campana, que puteaba como loco, mientras él trataba de ponerle el cinturón a F que se había dormido. Después cierra la notebook y mira los corrales. Esto no es Santiago, ni Valpo. No están en el 612 a la Sebastiana que parecía una montaña rusa, pero chilena, entre las casas. La voz del tipo que les dijo: A veces, los colectivos terminan en el living de las casas, no la oye más. Se apagó. Pero hay imágenes. Una bandera inmensa, un faro con publicidades en pantallas al aire libre, alto, una biblioteca sin material, un ascensor a la orilla de una bahía, pelícanos y gaviotas paralizadas por un flash. Y la entrada por Oroño en plena noche. Las valijas abiertas en el suelo de su casa. El quilombo del regreso. Y la mañana. Subidos al auto y otra vez en la ruta y ahora, lejos, en una penumbra, aparecen los dos edificios; pero esto no es Rosario; es Leones y no entiende cómo se atraviesa así como así el espacio, la geografía. A Lucio Mansilla le llevó volúmenes reunir la Excursión, diarios y diarios publicar sus sueños sobre la Pampa, explicar eso que era un viaje. Nosotros soñamos y ya estábamos en otro lado. Ni cuenta nos dimos de la alteración del paisaje. Y encima ya no había indios con los cuales aprender algo más de la civilización.

XVI. La otra casa

Estoy cansado de Nerudas. Resulta que no sólo su cara y su nombre aparece , espectral, en cada recoveco de Valpo, sino que hoy, además, después de mearle la playa de la casa en Isla Negra y después de haber luchado con los lancheros porque nos vieron las caras de boludos y nos querían cobrar diez veces más por una vuelta en barco por la bahía. Sí, luego de pelear hasta el hartazgo, F con ellos, el Niño C huyendo de la violencia real, ahí, al costado del agua turbulenta que golpea el muelle. Cuando una Lola gritaba que los denunciaría por aprovecharse de sus bolsillos, por no dejar salir a la lancha colectiva barata. Posterior a todas esas circunstancias, terminamos en la otra casa de Pablito en La Sebastiana. Dicen que tiene como veinticinco casas por Chile. Para mí es una exageración. Pero me callo la boca. Esto de ganar nóbeles rinde, che, no hay caso. Por suerte, ¡oh, coincidencia con gloria morir!, y a pesar de las vueltas bruscas por los cerros, entre las cabezas cariadas que asomaban sus encías, por suerte, sí, terminamos en el lugar en que teníamos que encontrarnos con Nadia y que ya, de tanto mareo y de ir de un lado al otro, no recordaba dónde era. El Niño C dice que, al menos, no fue en vano, mientras le mea el patio a la Fundación Pablito como a la tarde la playa en Isla Negra, construida y ampliada turísticamente al costado, arriba y debajo de su casa original casi desaparecida. No vino al pedo. No. Y sobre todo, porque Nadia no es Neruda y gracias a Chile.lé.lé.lé.

XV. Los valores de Pablito

El Niño C entra a la casa de Neruda. Como su poesía: preciosa. Pero que se entienda aquí que el adejtivo es sólo una predicación; nunca un valor positivo en sí mismo. Por supuesto. Todo turístico. Muy. El señor embajador, casi presidente y Premio Nobel ni reparó en rodearse de un paisaje impresionante –podría decirse también impresionista– y belle-letrista. Una isla no isla ni negra, sino playa turquesa, blanca, celeste, rosa, verde y apenas azul oscuro. Cada vez confirmo más la teoría. El Niño C la confirma. Así es fácil escribir poesía linda. El señor no se rodeó de lo que Baudelaire, o Cucurto o Hamsun. Arlt tenía razón: para hacer estilo pulcro y perfecto, hay que tener rentas. Para ser un “gran escritor”, un premio, hay que tener una cuenta bancaria. De lo que se deducen varias consecuencias. Por ejemplo, que quienes siguen buscando o leyendo la literatura por el valor de lo bello, de lo perfecto, de lo lindo o lo ¡ay, qué bien escribe! sostienen una hegemonía axiológica y una división social concreta. De seguir leyendo y escribiendo así, bajo esos valores, sólo podrán escribir literatura los que tengan fortuna y los demás, quedaremos afuera. Por brutos. Por Bestias. Por pobres. Quieran o no reconocerlo, señores, las cosas parece que son así. Puedo equivocarme. Siempre. Pero en la superficie y en el fondo, la distribución económica también crea valor literario. Y acá estamos. En el cacho de casita de Neruda.

XIV. ¿Isla Negra?

Después de buscar casi desesperadamente un presupuesto adecuado para llegar a Isla Negra –sí, a la casa de Neruda– estamos en pleno viaje, subiendo cada vez más alto. El Niño C comienza a sentir la persistencia en el cuerpo de los primeros dolores. Tal vez la altura o el subir y bajar a cada rato en esta precordillera. No sé. Tal vez algo le esté partiendo los huesos, la cabeza, la lengua. Ayer. Por ejemplo. Sí. Terminó acostado. Casi desmayado. Antes. En Viña. Sintió que el mundo se desgarraba. Y el dolor de cabeza. Y la estupidez. Que enlentecía los movimientos. Parecía una muerte. Tuvo que volver. Y hoy. Mientras marcha. Por las laderas de pinos. Y eucaliptos. Se da cuenta de que esos dolores parecen instalados en el paisaje. Tiene que ser la comida. La falta de buena comida durante la semana. Puras empanadas. No fue necesario, no, comprar un bife a lo pobre, como dicen los menús, para ser pobre. El cuerpo. Ahora le devuelve esos. Por tantas porquerías metidas. Se llama malalimentación por falta de plata. Hambre. Comida de pobre. Como allá en el campo. Semblante y dolores de pobre. Y ya se quiere ir. Volver. No aguanta más. Necesita estar en Rosario otra vez.

XIII. Sobre la pobreza (o la fuga)

Sube el ómnibus en Playa Ancha y a Viña del mar. Acaba de escuchar a Julia en una ponencia sobre Vallejo que le levantó los pelos de los brazos como un pollo. Ahora, mira la bahía que oscila con olas calmas y rotas sobre las rocas. Bandadas de gaviotas cruzan el aire y el colectivo va a toda velocidad. Como en Río, los que iban de una punta a la otra por la costa a noventa o cien km/h. Pero ahora suben y bajan cerros, avenidas que se elevan y entran y salen de ciudades porteñas. Llegan y caminan. Esta ciudad tiene algo que lo fascina. Ha de ser la evidente ausencia de pobreza y el orden turístico y preciosista de sus balcones y calles. ¡Si hasta hay masetas con flores en las luces y en los semáforos! Es la ausencia de pobreza. De eso que ha huído siempre y que contrasta evidentemente con Valparaíso. El Niño C no es de los que hacen una divinidad o cargan de valores auráticos a aquello que no lo tiene. Hay que haber sido pobre para darse cuenta de lo que es vivir en esas condiciones, a pura necesidad, a puro día a día tratando de conseguir las sobras de dinero con los que comprar comida. Sí, hay que ser pobre para entender que no hay nada de maravilloso en esa especie de muerte en vida y para tomar dimensión de lo necesario que es eliminar de una vez por toda esa película de terror en la que están metidos sin querer y a fuerza de voluntad millones de niños y niñas que no pueden dormir de noche porque el hombre de la bolsa les rasguña los estómagos o las paredes. Esto es evidentemente algo que le encantaría tener. Es la consciencia del pobre marxista como Bestia, llevada a su expresión de deseo de la vida del otro. Posible. Es pura necesidad, baba que cae sin saciarse nunca, diría. Y ojalá todos viviéramos en este confort. Pero siempre y cuando antes hayamos sido pobres. Porque si hay algo que Viña nunca podrá tener como Valparaíso es la evidente calidad cultural y de la gente; los vínculos humanos de los que el pobre es capaz de enriquecerse como si fuera lo único a lo que puede tener acceso y ser capaz de acumular. Vínculos para nada endebles, como los de la modernidad líquida de un sector social acomodado que describen algunos sociólogos. El pobre tiene otro tipo de vínculos, es otra gente, sin duda. Aunque no es conveniente vivir en medio del horror, en medio de ese juego del miedo, porque tarde o temprano esos vínculos se vuelven gueto y la consciencia se convierte en un páramo más pobre que la de la vida. Por eso hay que huir, aunque parezca contradictorio. Y acá estamos. En la muestra fotográfica de Valparaíso, mientras la gente se amontona en la Plaza Sotomayor porque ha comenzado otro recital gratuito. Nosotros en este Laberinto de miradas, una muestra de fotógrafos globales que captaron movimientos, fricciones y experiencias colectivas de fotografía en América Latina. Y lo mejor de todo es que es en las paredes de la Estación de metro del Puerto. No hay estadio, no hay parque, playa o conjunto de pelícanos de Viña, a pesar de toda su belleza y confort, que puedan compararse con esto.

XII. Pisco Sour al Congreso de la UPLA

Mientras camina por el costado de la Bahía, no deja de recordar que F se quedó con la garganta hinchada en la pieza. Desde abajo, Valparaíso se respira sin cansancio. ¿Estará bien? ¿Y si tiene la gripe porcina o alguna mierda de virus para el cual nuestra inmunología argentina no está preparada? ¿Qué hacemos? No sé. Por lo menos, le envió dos mensajes ya. Señal de que sigue vivo. Abajo, se ven algunas piedras desperdigadas en la playa pequeña. ¿Es Botafogo del otro lado? Una nena tira algunas contra la ola calma. Y allá, ve algunos pelícanos y como hace una semana leyó a Baudelaire, tiene la sensación de que es la primera vez que los ve realmente. O es esa mierda de pisco con limón (pisco sour) que acaba de tomar y que le hizo perder la perspectiva. No sé. Lo cierto es que arde la lengua y la sangre desgasta algo, un calor, tal vez, desde adentro hacia afuera, mientras avanza por el costado, sudado; pero contento con este bolsito de Congreso que acaban de darle. Algo que en Rosario es inconcebible. Y por eso y el alcohol y los salmones crudos, torazodos, enteros, cocidos, pinchados, que acabó de comer, en el estómago intensifican la périda del sentido. Y ahora los pelícanos se levantan sobre las rocas y lanzan bocanadas de peces sobre la arena. Como si vomitaran borrachos palabras torcidas que no encuentran dónde meterse ni cómo respirar y saltan sobre la arena tratando de recuperar la corriente del agua para sobrevivir un poquito más. Pero no. No son pelícanos. Parecen ballenas ebrias que desfilan con tutús y sombrillas bajo las persianas de ostras. Tampoco. Y ya no aguanta más el calor y tanta humedad y ese sabor en la boca y, por eso, le pregunto a un marinero –sí, EL MARINERO– cuánto me falta para Playa ancha. Me da dos posibilidades: o subo las escaleras o llego al semáforo. Pienso en una tercera: que él me lleve por las escaleras, a rastras, si quiere; pero sé que no será posible y ni loco subo las escaleras solo y de nuevo caminando. Me voy al semáforo. Gracias, le digo y miro los pelícanos picotear los peces sueltos, como picotearon al Niño C recién algunos, pidiéndole libros con una desesperación sintomática de esa rareza que es el libro en este país; tan pero tan caro que el hecho de que alguien les regale uno les debe parecer un delirio y se avalanzaron todos sobre él pidiéndole descaradamente uno. Yo sé que no es eso, es pura borrachera, nada más; me dejan con el sí flojo y regalo libros a mansalva. Y entonces, veo el semáforo; pero ni loco subo esa calle empinada a la Universidad, ni loco. Y el Niño C estira las manitos de renacuajo enano y comienza a preguntar –porque no puede leer los cartelitos– a cada uno de los colectiveros si lo dejan o no en la UPLA. Uno le dice que sí y sube. Ahora va a tener que leer. Como mucho, espera no eructar peces como los pelícanos.

XI. Lo imborrable

Nos pasamos la tarde en el laberinto de ruinas. Recorriendo calles, Iglesias, miradores, subiendo y bajando los pocos ascensores que quedan en el mundo neoliberal de este Chile privatizado. Estamos hartos de ver tantos carabineros ir y venir y la gente que nos grita que no tengamos la cámara en la mano, que no saquemos plata en la calle, que tengamos cuidado con las mochilas. La paranoia del Niño C comienza a crecer y donde había una ciudad portuaria, ahora es la Rosinha en su máximo esplendor. Se hace apuñalado, baleado, golpeado, quebrado por algún pololo cabrón. Pero no. Hasta ahora, lo máximo que nos pasó fue que nos gritaron si queríamos crack o éxtasis, la droga del amor, en una de las plazoletas. Obvio que nos hacemos los boludos. El Niño C mientras se come otro hojaldre con manjar; F una torta de chocolate. Y entonces, como no les damos pelota, nos quieren hablar en inglés y nos insinúan cosas. Sigo en la mía y se dejan de joder. Al rato, un viejo hace señas para que vaya. Por la mirada sé con qué intenciones. Minga, viejo, minga, así decimos en Argentina. Y el Niño C lo deja con la baba. Ahorcada.
De golpe es de noche y de nuevo en la plaza Sotomayor. Sólo que ahora, en un escenario enorme, canta Pedro Aznar. Acaba de irse el francés. Aznar comienza el concierto. Al principio parecía soporífero; monótono, y con unas letras insulsas y plagadas de rimas sin sentido ni ton ni son –al mejor estilo Belén Francese. El Niño C comenzaba a lanzar su veneno ya; pero de golpe, la cosa cambió y algo se apoderó de Aznar y del escenario. Y entonces, lo comprendí todo: tarde o temprano, al artista verdadero, lo asalta eso que unos han llamado el silencio, otros la alucinación, otros el genio, otros la magia y que yo prefiero llamar la Bestia. Y cuando ésta aparece y hace del artista su juguete, cuando lo compromete al punto de que el cuerpo parece desintegrarse o que la vida late y se escenifica en una vibración tensa, nada puede detenerla y ocurre eso que hace que, al menos por una o dos o tres canciones, o por un poema o por un verso, o por un cuento o por una novela o por un trazo en el cuadro aquél, ya no podamos olvidarlo. Hemos entrado en contacto con lo imborrable. Aznar y Valparaíso y la luna arriba ya no se irán de mi cabeza.

X. Valparaíso

Es martes. Así que nos vamos a Valparaíso. Tomamos el ómnibus en La estación Pajaritos y ya nos ven, cruzando la precordillera en dirección al océano. Lo que no era perceptible antes, ahora, parece salir en medio al cruce del país: la pobreza. Veo los primeros ranchos apilados sobre las montañas; otros, al costado de la ruta. Pero indefectiblemente, no hay villas o pareciera que no. Son unas pocas casas amontonadas aquí o allá. La pobreza está generalizada en el interior de los bolsillos nomás. El paisaje es similar al de Salta, sólo que del otro lado de la cordillera. La mayoría de las sierras están secas y apenas un par de espinillos cubren algunas. Más adelante, la vegetación se adensa, en medio de unas nubes negras que nos pasan cerca, enserio, ¿no ven? Pero de golpe, todo se corta y lo que no era, es. La pobreza despliega sus casillas porteñas apiladas unas sobre las otras, con los colores típicos del mar: celeste, amarillos, verdes aguas, rojos. Uno al lado del otro, intermitentes. Y las paredes descascaradas y las chapas hundidas o dobladas y las fachadas de las pocas construcciones coloniales de cemento o de materiales más resistentes se caen de antigüedad. Valaparaíso muestra su pobreza mezclada con un anacronismo arquitectónico al que el tiempo ha desgastado avejentándolo. Y ese parece ser el atractivo arquitectónico de este patrimonio de la humanidad. En la terminal, preguntamos si tomamos un colectivo o un taxi. Que el auto, nos va a arrancar la cabeza, nos va a dejar pelados, nos dice la señora. Que tomemos un bus en la parada, ahisito pregunten, nomás, ¿iá? Y lo hacemos. Nos ven tan desorientados que una mujer se acerca y empieza a parar los buses y meta pregunta y pregunta hasta que da con uno que nos deja por Playa ancha donde está el Hostel Casaclub al que vamos. El Niño C sube sus valijas, pesadas, tanto o más que su cuerpo y se sienta atrás. Dos pendejos se ponen al lado con sus celulares a todo trapo. Parece una mezcla de reggae con cumbia y cuarteto lo que escuchan. Insoportable y la letra que dice pelotudeces a cada rato. La ciudad nos sube y nos baja, nos gira iglesias y casas coloniales desportilladas o tapadas de pinturas. Ribetes en las paredes y frisos de todos los tipos. Angelitos, palmeras, trenzas. Y pircas y cemento. Y el mar que asoma cada tanto allá a lo lejos, en algunos pasajes. Está nublado y hace un frío tiroideo que paraliza. Pasamos un puente y el bus nos deja aislados en la entrada al puerto. Del otro lado, el cerro. Gigantezco. Hay que subirlo, con mochilas y bolsos al hombro. Los ascensores están rotos. No, en realidad, por la noche, en la plaza Sotomayor, nos enteramos de que no. Resulta que un francés apareció de golpe en medio de la multitud y nos dio un folleto en el que convocaba a unirse a la gente para que el Estado expropie los ascensores. Nos explicó que hacía cinco años que vivía en Valparaíso. Y de un año para el otro, comenzaron a cerrar todos los ascensores de los cerros porque los dueños quieren cobrar el doble y el estado no los deja o la gente no les paga directamente. Entonces, los empezaron a cerrar; del año pasado a éste, cerraron quince y ahora sólo quedan cuatro funcionando. Y la gente, así, no puede subir. Imagínense los viejos, quedan confinados al cerro, no bajan, porque si no tienen plata para un taxi, después quién los sube. Ni decir que tiene razón, en el momento que subíamos la calle con las valijas a cuestas, si aparecía el francés, le hacía un piquete con tal de que expropiaran el ascensor de Villaseca y lo pusieran en marcha. La lengua afuera. Es la una de la tarde y subimos el cerro camino al hostel. No da más. No doy más. Y cada tanto freno y miro el mar de ruinas de la ciudad al acostado del mar de agua azul. Diríamos que es una favela porteña, turística. Sí. Eso. Pobreza, ruina, comercio y turismo. Pero no hay señales de violencia acumulada. Visible. Apenas unos graffitis que pintan todas las paredes con letras que no puedo ni tengo la capacidad de descifrar y menos en este trance. Llegamos al hostel. F con la garganta inflamada, a punto de salirle por la boca. Desde ayer que le duele y tose y tose y no deja dormir. Se siente mal, muy mal, me doy cuenta por el semblante; pero es terco y no quiso tomarse un taxi. Ahora estamos acá. El hostel es una casilla celeste de dos pisos. Nuestra habitación da a la bahía desde la que vemos la ciudad y el océano en una panorámica que logra sanar y recuperar todo el esfuerzo.

IX. Bella-Vista

Caminamos horas enteras por esta ciudad enredada al Valle de la precordillera. Fuimos y vinimos por el costado del Mapocho, hasta dar con Bellavista; el barrio bohemio de Santiago. Quiero encontrar Off the record; el restaurant donde artistas como César Aira, Carlos Monsivais, José Emilio Pacheco, entre muchos notables más, fueron entrevistados para un programa del cineasta Rodrigo Gonçalves desde 1996. Parece ser, según la muestra del MAC, que cada entrevistado dejó una fotografía con su firma en las paredes. Pude reconocer algunos rostros en la exposición de 300 fotos del MAC. Pero quiero llegar al lugar, tomar algo en la silla, por ejemplo, donde se sentó Pacheco. Sin embargo, es tan lindo el lugar que el Niño C se pierde entre las casas y la vegetación y termina en el Cerro Santa Lucía del Carmen, donde hay un funicular que permite ver en una panorámica toda la ciudad y un zoológico y unas sillas elevadoras que llevan de paseo por los alrededores. Y allá van. F saca los tickets y suben al funicular. Es una especie improvisada de ascensor como los que verá en Valparaíso. Por un sistema de alambres se arrastran cuatro o cinco vagones en hileras hasta la punta del Cerro. Y allí confirma las sospechas: en Santiado parece no haber villas. La ciudad entra y sale por la cordillera; pero no se ve bien por el smog y, sin embargo, es suficiente para imaginar o conjeturar que no hay villas o favelas. Aunque tal vez, a la vuelta de aquel cerro…

Chile VIII. Bestias en el museo

Las marcas del terremoto no dejan de persistir. Enfrente del centro cultural El Mapocho, se extiende un parque en el que nos metimos y terminamos acá, en La escuela de Bellas Artes. La fachada está agrietada y hay desprendimientos inmensos de mampostería. Si entrás al MAC (Museo de Arte Contemporáneo) te topás con la exhibición de un bloque de techo en la entrada. Pero lo más interesante del MAC son sus exposiciones que, aunque reducidas, atrapan con una especie de atracción que te deja con ganas de más. Y una de ellas, no casualmente, reproduce el video de cómo unos artistas repararon simbólicamente la fachada después del sismo. Y el mural está ahí detrás: una muralla de hojas A4 que ensamblan las diversas partes del frente, una al lado de la otra, con minotauros y seres deformes. Y en la pared, rajaduras y rajaduras y un desprendimiento de revoque que parece el mapa de chile –de hecho, no sé si es o no un simulacro, porque es tan parecido al mapa, que me lo confundí con él apenas entré y sólo después de un largo rato, pude darme cuenta de que no era un mapa, sino desprendimiento.
Pero de ese edificio, en el otro extremo, se encuentra el Museo de Bellas Artes. También con muestras modestas y con un gran desorden edilicio por refacciones. Una exposición me dejó estupefacto. Se trata de la exhibición colectiva de artistas chilenos del presente: Carlos Altamirano y Gonzalo Díaz. Hay dos cuadros que tienen algo que saca a la Bestia propia y la alimenta.
Uno, de Carlos Altamirano. Una paloma, tal vez de la paz –aunque no es blanca–, o la paloma esa que abunda tanto en Chile o esa otra azul y bandadosa que se reproduce hasta el hartazgo en las producciones poéticas y paisajísticas burguesas. Pero no puede ni quiere ser leída desde cualquiera de esas coordenadas. Y la paloma está abierta en una disección perfecta y diversos ganchos le estiran el pellejo hacia los costados para que podamos ver sus órganos. Uno de esos ganchos, saca el intestino fuera del cuerpo y lo levanta por encima del cuello. La mirada de la paloma trasmite toda la paz y la belleza que se pueda imaginar; pero su corporalidad nos recuerda que ahí no hay nada de espíritu, sino pura materia; mejor dicho, pura violencia ejercida sobre esa materia por un cirujano que ha decidido no ocultar más los órganos y la corporalidad detrás de la mirada beatífica; y vaya uno a saber con qué fines. La obra se sostiene por ese contraste y por la insinuación de que cualquier moral consiste en ocultar la corporalidad interna tras la petrificación de un cirujano ausente –pero siempre presente– de la escena. Y esa tensión es correlativa de la técnica mixta entre impresión y pintura que ha sido empleada, como si el cirujano quisiera ocultar la cualidad pictórica de su obra y eso, como la paloma, no hiciera más que mostrar un artificio hecho de puro cuerpo y de pura intención.
El otro, pertenece a Gonzalo Díaz. Se trata de una obra mixta, mitad impresión, mitad instalación y, en realidad, está compuesta de dos piezas enfrentadas. En una, el artista dibuja un paisaje convencional y mira azorado –pero como puro gesto paródico– hacia afuera. Está enmarcado en una especie de afiche, donde leemos lo siguiente: “PINTURA POR ENCARGO. Se recomienda no hacer más de una al año”. Y más arriba: “Violencia, acción, intriga y performance en la última obra del autor de Km 104. ¡Es una pintura fuera de serie!”. Por fuera, en la pared, se define la performance como aquello que se produce cuando el artista emerge como soporte de la obra. Y entonces, uno atiende a la segunda pieza de esta obra de Díaz. Se trata de una gigantografía de él mismo fotografiando el afiche donde también él mismo pinta un paisaje por encargo. La mercantilización de la obra aparece, así, coagulada en un juego de marcos: el afiche publicitario encierra el marco de la intimidad del taller y, a su vez, ambos están encerrados dentro de la reproductibilidad técnica de la fotografía que, evidentemente, reenvía a esa definición de performance dentro de un museo en el cual un artista no hace más que mostrarse a sí mismo en cada trazo de ejecución de su obra. Y de ahí, de ese juego fetichizado de espejos y de marcos, el artista se desacraliza a sí mismo, parodiando sus propias condiciones de supervivencia y su recaída en trabajos por encargo a los que hay que evitar hacer más de una vez al año. La fuerza performática surge allí donde el soporte que es el artista intenta –en vano– arruinarse a sí mismo y eso es, al fin de cuentas, la única salvaguarda que tiene frente al endiosamiento que el mercado pretende del artista como marca de consumo o como mero afiche publicitario que debe vender una perfección y un aura donde sólo hay intento de supervivencia.
Esas dos obras tienen un poder que no puede definirse simplemente y que hay que ver para comprenderlo. Porque la Bestia desafía cualquier intento de acercamiento o de traducción y obliga, siempre, al uso y a la experiencia personal como únicas formas de contacto con ella, a pesar de que nunca podamos tocarla, dada nuestra insignificancia, nuestra nada, nuestra caducidad sostenida por los ganchos fríos del tiempo.

Chile VII. Dos conclusiones

Dos conclusiones sobre la Feria del libro
1-Los precios son carísimos: El librero de Océano nos agrega que se debe al IVA que en el mercado argentino no existe para los libros y a que carecen de sedes o casas centrales en Chile de las multinacionales donde puedan editar e imprimir los textos. Acá las multinacionales editan e imprimen fuera del país y, por eso, los libros pagan impuestos de importación, incluso los de literatura chilena.
2-Los lectores, por lo tanto, son pocos y con gran poder adquisitivo. Pensemos: un solo libro representa entre el 5 o el 10 % de un sueldo. Por eso la Feria es chica y hay tan poca gente en pleno Domingo (esto es parte del modelo que algunos sectores reivindican para Argentina).

Chile VI. De Feria

No era una librería lo del Mapocho. Entendí todo mal, como siempre. Y por suerte, ya que del error –como enseña Aira– no sólo puede salir un estilo, sino siempre la máxima, la auténtica experiencia. El lugar era la Feria Internacional del Libro de Santiago. Y cierra hoy. 2000 pesos chilenos la entrada –les digo: casi más caro que el pasaje en bus a Valparaíso, similar al funicular del Cerro a la Virgen, igual a un plato de comida chatarra y minúscula en el centro, un tercio de la estadía en el hostel. Pero estamos acá y pagamos.
Es un galpón a orillas del Mapocho que corre marrón desde la montaña bajo puentes y calles y sobre un lecho de lajas y rocas.
Entro. Entra. Entramos. Los stands superan los cincuenta; pero no son más de cien. La primera parte está conformada por una galería de producciones editoriales regionales de Chile. Luego, siguen dos secciones de librerías y editoriales nacionales y multinacionales, más un salón E al costado, con editoras de diferentes países. Por algún motivo, el pequeño stand de Argentina está en la puerta, fuera de los demás países. Los libros exhibidos son pocos y, la mayoría, de autores desconocidos. Es como si hubieran agarrado los libros que tenían a mano y iá, ¿cachai?
El espacio está estructurado en torno a un centro en el que se ubican las Grandes editoras, generalmente multinacionales. Mezcladas con librerías y espacios periféricos emergen sellos como LOM, RIL, Cuarto Propio y Animita cartonera –esta última dentro del stand de una librería en la que apenas exhibe tres ejemplares y una ficha de Excel impresa con la totalidad de los títulos publicados; a diferencia de Alfaguara o Planeta u Océano, que se armaron una librería de shopping en plena Feria. Pero las chiquitas son las que más me atren. Sin embargo, tengo que pasar por Alfaguara, ya que necesito material para la tesis –estos escritores latinoamericanos que no reparan tres segundos en los canales en los que publican; pero es comprensible, necesitan comer y los banco. Así que el Niño C se mete. Encuentra las superestrellas de la literatura chilena del pasado y del presente: Donoso y Fuguet. No sabe si en realidad quería encontrarlos o perderlos, porque gastar en ellos con tantas cosas buenas, puede ser terrible. A Donoso, lo tolera. ¡Pero Fuguet! Salvo los primeros libros, los demás… ¡Qué embole! No entiende qué le encontró Fogwill –aunque Sobredosis es uno de los mejores libros de cuentos de los ’90, eso sí hay que reconocerlo. ¿Habrá sido su pose de desestabilizador de valores artísticos-intelectuales? Tal vez. Pero con la performance que se mandó hace quince días en Rosario, más que provocador o desestabilizador, devino uno de esos tipos que no saben cómo ni por qué han caído en la literatura. Y esto aunque lo diga él, no es un personaje. Es lo más real de ese simulacro de escritor. Su realismo virtual no es suficiente para creer que compone una imagen de periodista que cae en la literatura de casualidad. No. Realmente se nota que es así. No hay algo –salvo en Sobredosis, insisto– que lo desborde por detrás, sino pura escritura para ser consumido en un mercado de lectores urbanos.
¡Encima los precios de estos libros! Pero bueno; es trabajo, y asume que necesita el material para poder ganar unos pesos que alimenten la Bestia. Y los compra. Por suerte, metió a Diamela Eltit y a Nadia en el combo chileno, sino sería penoso, insufrible. Pero además, Fuguet sirve para eso: para mostrar una articulación dependiente del mercado.
Ahora, el librero me dice que por la tarde, Alfonso Fernández –Albert Fuguet estará firmando ejemplares, que puedo venir, si quiero. F dice que él va a traer los libros. Lo conmino a que si se le ocurre semejante atrocidad, los pague él, así lo hago desestir de inmediato de esa maravillosa idea. Nada más patético que los expendedores de firmas en cada stand. En las multinacionales, por ejemplo. Allí, sí, miren, debajo de su gigantografía, vemos al premio Alfaguara de Novela chilena 2010, posando para una foto con un niño en las rodillas, mientras le firma un ejemplar a su madre. Rasgos de nativo exótico en le rostro, con pose de sonrisa intelectual y brazos cruzados en la foto, idéntica a la que Tinelli llevaba en su programa de TV. ¿Se acuerdan de esa de Tito, el guardaespaldas del impresentable Fort, a la que agarraba a las piñas al aire, simulando que él podía con un guardaespaldas? Yo quiero ser Tinelli y agarrar a patadas todas esas gigantografías espantosas. Pero es al pedo, no puedo ni podré nunca con estos expendedores de firmas. Por suerte nunca voy a estar en sus zapatos.
Borges decía que un libro, una vez editado, dejaba de ser de su autor y pasaba a la memoria de los lectores, de sus variaciones y de sus perversidades. Estos no lo deben haber leído o, tal vez, se jactan de desafiar semejante axioma y crean provocarlo insistiendo con marcar con su firma de pertenencia aquello que ya no les pertence. Por eso, el Niño C prefiere a los periféricos, como Nadia o Clemente, cuyos libros se esconden en la pila caóticamente poética de LOM, pero que obligan al lector a enfrentarse con un verso, siquiera, para ver si se llevan y emprenden o no el gasto para participar del juego de las perversidades.

Chile V. Las imposibilidades del desayuno

Recibo un mail de Nadia. Para que vaya al Mapocho por el metro a Bellas Artes. Allí debería haber una librería para encontrar algo de crítica y de literatura chilena contemporánea.
Pero antes de salir, el Niño C tiene que desayunar. Sin dudas. Desde ayer que apenas come galletitas y sándwiches por nuestra economía devaluada. Es que Chile es carísimo –luego me enteraré que lo es para los mismos chilenos: ganan entre 160.000 (los más) a 300.000 pesos chilenos (los menos); un pasaje en colectivo cuesta 300 (por lo tanto, son 4200 pesos por semana o 17000 al mes, considerando dos viajes al día; lo cual es el 10% del primer sueldo y el 5% del segundo), el descenso por un ascensor y viceversa 100 pesos, un libro 10.000 pesos, tres limones 500 pesos, una cuota en la universidad pública 13.000 pesos, una empanada 900 pesos, un plato de comida en un restaurant 5000 pesos, una gaseosa de litro y medio 1000 pesos y la comida es incomprable , peor que en Argentina, mucho peor.
Pero ahora hay que aprovechar. El Hostel está caro y no le dejo el desayuno ni loco. Baja al comedor. El aire de la mañana pasa con una correntada de ligustros y, ahí, al fondo, se despliegan las mesas circulares de cerámicos con pocillos colorinches y enormes y rodajas de pan lactal envueltas en servilletas. Ahora, mira las mermeladas rojas. ¿Frutos del bosque o frutillas? No sabe. Tampoco quiere saber, porque si algo conoce es que todos los dulces rojos le producen el vómito o casi el vómito. Como si fueran sangre espesa directo al estómago. Y soy cualquier cosa, menos vampiro. Aunque la crítica –esa profesión menor de la escritura literaria– es una especie de vampirismo, como dijo Rafael alguna vez. Pero esto no tiene nada que ver con literatura. Es un desayuno. Y se sienta con recelo.
Toma un saquito de té y unta tres tostadas con manteca –cien por ciento calorías a su cuerpo adelgazado y tiroideo. Sabe que no puede; pero va a comer lo mismo. Después hay tiempo para bajar de peso. Hasta ahora, ni el olor alérgico, ni la gelatina viscosa pudieron frenar el hambre. Hasta que acontece. Por el marco de la puerta, un hombre le pregunta a la Señora de la limpieza algo. La mujer está incómoda. Eso parece porque agacha la cabeza, se rasca o tapa la nariz, se lleva una mano a la boca. Ahora escucha. Le pide por una farmacia y la mujer responde algo que no llego a oír. Pero es suficiente. El tipo atraviesa, corta, rompe el aire del comedor. ¡No lo puedo creer! Manchas de mierda le marmolan el rostro, la panza, la ropa mugrienta y el olor, insoportable, se mete con la manteca y el pan lactal a la boca por la nariz.
El estómago revuelto. Más asco. A duras penas consigo tomar el té. Veo las manchitas de manteca flotando en el líquido y me acuerdo de las otras que todavía están en la percepción, pegadas a la percepción. ¿Será que vinimos a parar a un asilo de hombres de la calle? Es posible. Lo dije desde un principio. La sangre tira (naturalistamente). F ni se dio cuenta, nunca se da cuentas de las catástrofes que suceden a nuestro alrededor. Hasta que nos levantamos y, justo cuando salíamos, en el zaguán, quedamos encerrados, ahí, con el tipo que volvía bolsita en mano desde la farmacia. Al pasar, la mujer que viene a cerrarnos la puerta de calle hizo un gesto desesperado de arcada contenida. Y F largó la carcajada y el Niño C no pudo hacer más que imitarlo, con la geta fruncida.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Chile IV, La convención G

Después de descansar un poco, salimos por O'Higgins. El Niño C ha sido siempre de esos que sostienen que una ciudad se conoce caminando o si no, sólo se la atraviesa. Y meten primera. Estábamos cerca de La Moneda ya, cuando empezó a llegar la música. En golpes electro-tecno. De boliche.
F entró a un súper para comprar un sandwich. El Niño C se apoyó en espera contra el tapial del metro. Y comenzaron a aparecer. Eran bandadas enteras que entraban y salían del metro, del súper, de la esquina, que doblaban desde y hacia la plaza enfrente de La Moneda o hacia La Moneda. Eran Niños-Niñas y Niñas-Niños de todos los estilos, colores, peinados, bellezas, sensualidades, provocaciones, alturas y gestualidades. Y miraban. Lo miraban. Como buscando lo que no les dará. Histérico.
F mira desde la caja con los ojos enormes y la sonrisa de Monalisa. Sale. Me dice, en seco: -No encontré un sólo sandwich, pero las libélulas brotan de las baldosas.
-¡Qué cantidad! Debe haber algo -le digo.
Entonces, el Niño C ve grupos dispersos que aparecen blandiendo una banderita con los colores del arco iris y la estrellita blanca en un cuadro azul replicando la bandera de Chile gigante que se revuelca en al aire frente a La Moneda. ¡Pero esta es gay!
Caminamos hacia donde los grupos se vuelven hordas y ni bien llegamos a la Plaza, vemos, debajo de un edificio arco al que atraviesa una calle; sí, ahí, donde pasarían los autos y el edificio (enorme y cuadradamente militar) forma un marco, el Niño C y F ven un escenario sobre el que bailan como descosidas, una en cada punta, dos Niños-Niñas aladas casi en pelotas. En medio del escenario gigante, una transformista arenga la Horda que rebota en danzas metálicas con sus banderitas al viento. Y la música llena la muralla de edificios, los atraviesa y rebota en las montañas del Valle.
"Gay Parade" dice el cartel del escenario. Y se meten, el Niño C y F en medio de la muchedumbre. F me mira y agrega: -¡Pero qué cacho de convención! ¡Y estos convencionistas se vinieron en manada a participar del debate! ¿Darán certificados? ¿Dónde habrá que inscribirse?
Me río por la ocurrencia. Y pienso que sería una buena idea: una convención G donde , en lugar de buscar acuerdos sobre un problema, se participe bailando, tomando cervezas o piscos sours, besándose, revolcándose en los canteros de la calle. ¡Las cosas que se solucionarían! ¡El final de todas las guerras! Después de todo, no hay mejor forma de convenir más que con el cuerpo.
Si hasta el cuerpo social no puede eludir la fiesta: las Señoras, esposas de militares o de administrativos, que pasan con sus perritos y miran horrorizadas el espectáculo o los señores que aprovechan para reírse de lo que serían ellos mismos si no fueran tan reprimidos. De ahora en más, estamos en la convención y los participantes saturan el paisaje a los saltos, con movimientos rápidos y robóticos, cuadras y cuadras de música en la que se multiplican los escenarios en torno de una multitud que parecería liberada, aunque no.
El Niño C recuerda aquella vez en Copacabana, cerca de esta fecha, en la que se hizo una Gay Parade, a la que él confundió con la marcha del Orgullo gay -cualquiera: eso por no militar, por creerse uno más y nunca parte de una minoría gueto. Y fueron, aquella vez con Mariana, después de la playa. Esto es lo mismo, pero en Santiago y enfrente de los emblemas del poder chileno por excelencia: La Moneda y la bandera. Son las mismas Hordas, sólo que ahora con una estrellita chilena alterada por arco iris y rodeados de carabineros. Sí, los circundan por todos lados, hasta saturar de verde los colores múltiples. Tiesos con sus pistolas y con sus gestos despectivos. Tampoco hay camiones-escenarios como aquella vez; pero sí los camiones de los carabineros que parecen haber salido de una película de Terror. Mejor ni acercarse, a ver si te encierran adentro. ¡Ni loco!
Pero la gente es, incluso, la misma y diferente. Idénticos estilos, disfraces, vestidos, polleritas, colitas de colegialas, cuernitos de diablitos-diablitas, formas de bailar, gestos, obsenidades. Pero los rasgos, las pieles, las tonadas, las lenguas, los ojos (achinados), las banderas, los lugares, son otros. Es que en este mundo todo parece lo mismo y diferente, a cada paso, y el estilo gay, antes marginal, hoy se ha sumado a la onda neocivilizatoria de la globalización. Desde la perisferia impone un estilo global y acá estamos, mirando rostros, caminando cuadras y cuadras y recibendo insinuaciones, babas del deseo, como en casa; aunque no.
Sobre el final, el Niño C oye a la Transformista del escenario agradecer y reprochar a los carabineros. Por haberse comportado bien esta vuelta, aunque, dice, en el pasado hayan hecho tanto mal. Y la multitud de Niños-Niñas y de Niñas-Niños grita desenfrenadamente, mientras el pasado reciente de Chile se reactualiza para depurarse (democráticamente) en una Gay Parade global más; pero todavía con poder desestablizador y vibrante, a pesar de su notable alineación con la onda neocivilizatoria.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Chile III


Ahora, está en el hostel. Tirado en la cama con resortes notorios. Mira el techo y las paredes agrietadas y los parches con induido. Como queriendo tapar lo que no. Para él, es por el terremonto; son grietas, no desprendimientos de revoques. Y lo mira a F en la otra cama. Le comenta lo que piensa. La hipótesis es menos melodramática: es una casa vieja; no tiene nada que ver el terremoto. Hace un rato, mientras se metían con el omnibus al centro, antes, sí, justo antes de bajar y caminar por O'Higgins hacia acá, F también le había alterado sus hipótesis: -No hay villas, le decía el Niño C y F le respondía: -Acá, habría que ver en otro lado. La realidad es tan compleja, que no dudo en dudar. Al fin de cuentas, todo es posible y, tal vez, Chile no sea el paraíso que nos pintan desde TN. Como Brasil. Igual que Brasil. Los modelos de ciertos sectores.

Chile II


Abajo la Cordillera de los Andes. Como surcos profundos que salen hacia acá y el avión cada tanto entra en parches de vacío que lo chupan. Las alas oblícuas al costado, para que veamos el Aconcagua y apenas terminamos de pasar, allí enfrente, el aeropuerto. No se termina de cruzar los derrames de lava, tierra, verde y nieve, que ya estamos descendiendo sobre las pistas de Santiago. Los oídos, como siempre, hacen un ruido apretado y comprimido mientras la cabeza parece soportar, al límite, una presión a punto de explotarla. F habla con un chileno que le dibuja el primer mapa y le puntualiza el omnibus que tenemos que tomar. Centro Puerto. Transporte acorde a nuestros bolsillos devaluados, por menos de cuatro dólares. Hace calor. Mucho. Y vamos con todo por una autopista que nos mete, de a poco, en la ciudad.

Chile I

Sólo diré una cosa: Aerolíneas nos mareó. Así es el comienzo de este viaje. Primero, la empresa nos canceló el vuelo desde Rosario y nos dijo que no nos reintegraba nada, después contrató a Vans Travel, pero le dio una dirección equivocada, luego nos dijo que nos devolvía 58 insignificantes pesos, aunque cinco horas de viaje y sin dormir. Y hoy, recién, la gran noticia: Llegamos y no aparecíamos en el vuelo: nos habían cancelado el pago y reintegrado –a sesenta días- el dinero vía tarjeta de crédito.

Volvimos a cero; aunque no, la reserva se había conservado y tuvimos que pagar otra vez. Es el destino del Niño C. Ser usado por el sistema, estrujado, como a su padre en el campo, mientras cortaba con las manos cayadas la soja por la mitad del sueldo, desde las 5 de la mañana a las 7 de la tarde, porque su patrón le decía, desde su cuatro por cuatro, que estaba en problemas económicos; o como mi mamá, con las várices hinchadas y dolidas de limpiar pasillos de la Escuela. Es el destino de clase. He, perdón, ha comenzado a creer que, efectivamente, algo hay en la sangre o en la herencia o por la Moira prefijado, porque siempre le pasan estos imprevistos en pleno viaje. En Rio perdió las tarjetas de embarque y Lula casi lo deporta por confesar que ingresaba al país a estudiar y sin visado. Una demencia. Aunque también se llama incorporación de un hábito ajeno a su clase. Eso es en el fondo. Y mira el Boeing, en el que nunca viajó, conectarse por tubos traslúcidos a la mole de cemento que avanza bajo sus pies y arriba el cielo y sabe que va a estar allí y no importan los problemas: volará, volaré, como dice una canción.