jueves, 29 de octubre de 2009

Lo que El niño C finalmente no leyó en el ciclo Poetas Corrientes

Sobre la poesía del presente

Antes de comenzar la lectura me gustaría detenerme en problematizar algunas cuestiones que he oído en encuentros anteriores de este ciclo. Puntualmente, referirme al anacronismo o a su valoración que se hizo en la lectura de la semana pasada. Se dijo que la imposición del mercado o de los medios provocaba construir un personaje y eso fue visto como peyorativo. Entonces, se dejó deslizar que el anacronismo era una opción ante la construcción de un personaje por medio de la vuelta a una poesía en la que el Autor como dios creador y voz recitativa plena podía salvarse de los medios y del mercado que, en definitiva, son partes de nuestro presente.
Esa suposición de margen, sin embargo, olvida –tal vez intencionalmente, tal vez inocentemente, ¿quién sabe?- que el anacronismo, o sea, la repetición del pasado en un tiempo abstraído del tiempo es la estrategia más masiva de todas. Adorno lo problematizó en relación a su concepto de la “industria cultural”; pero mucho más acá, Jameson dio cuenta del postmodernismo como una suerte de pastiche de anacronismos a partir de los cuales el pasado se integraba al presente. Entiéndase bien, el postmodernismo, esa categoría que Huyssen entiende como un emergente que tiende a aniquilar la separación entre "alta" y "baja" cultura en una especie de acercamiento recíproco; o sea, acercamiento de la cultura "mediática" y "de mercado" con la de la "alta" cultura. De esta manera, el anacronismo, ser anacrónicos, lejos de abstraerse de lo mediático, de lo popular, de lo masivo, del mercado, está indisolublemente ligado a ello en el devenir cultural del S XX.
Pero aceptemos con todo que cuando se defendió la poesía anacrónica o el ser anacrónico en poesía como un valor positivo, se haya referido no a este acercamiento a lo masivo-popular, sino a la distancia de lo masivo-popular en una suerte de preservación de la distinción entre cultura alta y baja y, por lo tanto, el anacronismo, a lo mejor, su defensa, estaba referida a conservar esa suerte de valor moderno de autonomía y de posición de autor y de obra “cultos”. Nada más contradictorio con los propios valores de la modernidad, por otro lado, dada su necesidad de aferrase al presente, de hacer de lo transitorio, como lo quería Baudelaire, algo eterno, o de proclamar como lo hizo Rimbaud “es necesario ser absolutamente moderno” en una fórmula oximorónica donde lo transitorio –la modernidad como presente- y lo trascendente –en el absoluto romántico del adverbio- venían a tensionarse. Contradictorio porque nuestro presente está signado por lo masivo y por el mercado y lo moderno tiende a no desentenderse de esa cesura temporal, sino a usarla como matriz productiva.
Con todo, esa defensa del anacronismo en pos del autor y de su obra, olvida que el autor y la obra son marcaciones de mercado, que el autor nace con el mercado y que necesita de su obra para circular en él y que, por lo tanto, esto tampoco implica separarse de esta esfera. Pero, además, olvida que lo culto tiene elidido, denegado, un componente económico que lo integra, problemática y específicamente a un mercado y que hace de la necesidad de separación de lo masivo-popular un fetiche que no es sino pura ficción sostenida por la ilusa creencia en el arte puro como valor supremo. Y a pesar de Baudelaire y de Rimbaud.
Por lo tanto, no se trata de defender el anacronismo o una poesía anacrónica, sino de afirmar una poesía del presente; pero de un presente que atraviesa la poesía en una línea de tiempo donde la cesura, el punto cero, no es sólo pausa y captura de lo transitorio, sino también tránsito entre el pasado y la utopía del futuro, del futuro de la poesía. La poesía del presente es la forma de la cesura, como ayer y como ahora; pero que ya despliega, en una suerte de lengua profética, lo que viene, lo que ya deja de ser pasado y presente para volverse mañana. Nada más lejano de esa poesía que la sumisión al anacronismo sin tensionarlo o precipitarlo en la cesura que impone el presente, pero, también, nada más apartado que la sumisión a la cesura como parálisis o la plena y exclusiva captación del ahora, desentendiéndose del pasado o de lo que está ahí, adelante. Ni aceptación ni rechazo pleno del presente y de lo que habita el presente (el mercado y lo masivo), entonces, sino uso pleno para lograr, otra vez, desde afuera de la literatura, afirmar su propia práctica, reinventándola.
¿Moderno? En todo caso, uno que busca desesperadamente dejar de serlo en sus propias contradicciones. Y en esa búsqueda, se aferra a una lengua del presente que abjura de cualquier tipo de retórica sobrenatural en el futuro y del miedo irreflexivo a los cucos culturales del pasado.

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